Juan Luis Vega

Romántico atardecer en la playa de Sanlúcar

Atardecer en Sanlúcar.
Atardecer en Sanlúcar.

14 de agosto 2024 - 11:30

La guapísima gitana Zucarí y su compañero, el bodeguero jerezano Manuel Buchanan, se habían desplazado hasta Sanlúcar en el delicioso tren del Oeste, disfrutaron de lo lindo atravesando los pagos verdes de Balbaina y Añina, cuajados de racimos dorados, consiguieron que sus corazones galoparan contemplando las famosas carreras de caballos en la playa y respiraron el aire fresco de poniente que allí sopla, casi constante, en las últimas semanas de agosto.

Al día siguiente, y antes de regresar a Jerez, Zucarí quiso recrearse con el encanto de la playa sanluqueña a su atardecer, oír de nuevo el traqueteo de los pesqueros que vuelven cada día de faenar, pero soltando por sus popas un montón de espuma y siendo perseguidos por nubes de gaviotas ansiosas por tragarse los restos de sus redes. Una calesa les acercó hasta la caseta familiar de rayas azules y blancas que estaba cercana a “El Tupi”, un chiringuito donde a esa hora ya se despachaban raciones de acedías y “tapaculos” que se veía a todas luces que eran fresquísimos, porque parecían saltar de sus bandejas con sus colas tiesas y mirando también a cielo.

La caseta de playa de los Buchanan era, más que un vestuario para bañistas, una habitación de un gran hotel con vistas al mar, algo que ella había visto en alguna película, seguramente de Visconti y en la playa de El Lido. Zucarí parecía la mismísima Silvana Mangano sujetando su pamela del viento, aunque no del caluroso siroco, sino del fresco poniente con olor a pinos del Coto. Desde su terraza delantera Zucarí percibió ese olor del relente y del atardecer playero y pudo captar toda la belleza serena que desprendía el mar de agosto sanluqueño, divisó la hermosura de su broa, una especie de ensenada abierta pero llena de barras de arenas, escollos y rompientes.

No paraba de reír al ver el movimiento, al son de las olas, de las boyas de colores que señalaban el Canal y se asombró cuando vio aparecer a un vapor gigante que echaba humo a todo meter por sus toberas y cruzaba raudo toda la playa, rumbo a Sevilla y aprovechando la pronta llegada de la pleamar. El sol lo llenaba todo de color coral y se desplomaba ya hacia el horizonte, en astro se escondió un momento tras unas nubecillas grises y algo plomizas, que aparecieron para hacer más hermosa la tarde. La joven gitana de ojos atigrados se sonrió al divisar la cantidad de hamacas, garitas y puestos que casi llenaban la arena mojada de la playa; carrillos de helados; tenderetes con altramuces, regalíes, pipas y arropías para los niños e imaginó que todo aquello era como un mercado persa, pero lleno de olas.

Zucarí se cambió ahora en el interior de la caseta rayada y apareció de pronto, absolutamente chispeante. Vestida con un bañador verde pistacho aparentaba ser una nereida recién salida de la mar océana. A Manuel se le caía la baba contemplando la belleza de su amada, que captaba aquella tremenda luz sanluqueña y emitía un resplandor, un magnetismo que le dejó electrizado. Sus ojos verdes casi se fundían con la orilla tranquila de la playa y su pelo, lleno de ondas, parecía una sucesión de olas, una especie de marejadilla. La chiquilla estaba arrolladora y parecía tan alegre, correteando hacia la arena mojada que Manuel imaginó que su morena era como las batientes que chocan contra las piedras salientes que deja la bajamar. Derramaba tanto encanto como la espuma que llega ligera a la orilla, siempre sonriente y refrescante -¡Zucarí,- gritó-ven, ven conmigo, mira, aún nos queda un rato de luz y podríamos acercarnos hasta la playa de la Jara, allí hay mucho más oleaje y te gustará. Y casi corrieron los dos por la orilla mientras el aire salado del mar besaba sus caras.

Sortearon descalzos una pequeñas duna, todavía caliente, que separaba la playa del oleaje que les esperaba. Había un macizo enorme de bounganvilleas y otro de madreselvas, oliendo a limón y a membrillo y que sobresalían de las tapias de varios chalés de la Jara. La tarde tocaba ya su fin, el cielo brillaba ahora con tonos de color de las naranjas mandarinas, con una luz más cálida, pero el viento de poniente seguía, erre que erre, acariciando los rizos del pelo de la morena y borraba las huellas de los escarabajos de la arena fina de las dunas, donde las azucenas marítimas movían sus trompetas dispuestas a ponerle música al momento. Un pequeño velero se adivinaba en el horizonte intentando sortear las boyas de la canal y un carguero esperaba la llegada del “practico” frente a Chipiona. Zucarí se dirigió veloz hacía las olas y se sumergió entre ellas. Manuel reconoció entonces a aquella ondina de pelo ondulado que había ojeado de niño en un libro ilustrado en la papelería de Alicia, La ninfa Héspere del atardecer, de la que había estado, desde niño, enamorado. -¡Cuidado, Zucarí, agárrate a mí, qué esta es enorme! Y entonces salieron despedidos con fuerza hacia la orilla, pero abrazados, juntos y rodeados de espumas suaves, de nubes de la mar, de salpicones y de olas de merengues.

Al llegar a la orilla, Manuel acarició la cara a Zucarí, recogió su pelo mojado y ella le arremetió al instante con un beso azul y le dijo que era como el mar, profundo. largo como los océanos e infinito, cómo las estrellas que ya se veían centellear por el cielo ahora rojo de Sanlúcar. Subieron hasta la duna más alta de la playa y allí encontraron una vieja silla, que colocaron mirando al mar. Ella se sentó sobre las rodillas del enólogo jerezano y juntos contemplaron como el sol se perdía como una bola de fuego por la inagotable linea que enlaza el océano con el cielo. Se volvieron a besar y entonces cruzaron las olas y las mareas y las rompientes y los escollos y hasta los acantilados. Atravesaron un mundo entero, escucharon en una caracola el murmullo de la marea que se iba, una corriente que se alejaba llena de rizos, quizás hacia la luna, que ya aparecía, tímida, por detrás de las dunas de la Jara. -¡Bendito seas, Manuel!-le dijo la gitana con los ojos acuosos: ¡Gracias por traerme a ver a este sol rojo de Sanlúcar! (Un rayo verde saltó de pronto por el horizonte asustando a una bandada de flamencos que de inmediato recuperaron su formación y como una flecha atravesaron el embudo del gran estuario sanluqueño y en búsqueda, seguro, del calor templado de África). 

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