Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Universidades
Descanso dominical
Ya no vive nadie en el Planeta Nada. Allí es donde pasaba algunas temporadas Juan, según nos confesó un mediodía en La Marea después de contarnos que una vez se tiró al vacío desde un sexto piso, aunque los cordeles de la ropa le frenaron en la caída y frustraron su intento. Solo se rompió un brazo. Él no acertaba a dirimir si había tenido buena o mala suerte. Lo que sí tenía claro es por qué lo hizo: “Porque algunas veces mi cabeza se queda en el Planeta Nada”.
Ya no está Juan sentado en cuclillas junto al Señor de la Puerta Real o paseando su cuerpo enteco con destino a ningún sitio. Mirando de vez en cuando para atrás, huyendo de una mente traicionera, con su bigotillo y un poso de melancolía en el fondo de esa mirada pícara y vivaracha tras la que parecía esconder un puñado de secretos increíbles. En San Miguel falta cierta alegría desde que él no está, como si hubieran podado en plena primavera algunos de los geranios del barrio. En la Porvera ocurre algo parecido con un tocayo suyo, ‘el Escalichao’. Dejando a un lado las riadas que barren la calle cuando la lluvia aprieta, no había nadie que bajase con más fuerza por esas aceras entre el azulejo de la Soledad y las orillas de Cristina. Podías encontrártelo vestido de flamenca, con un traje del chino tres tallas más pequeño; declamando poesías indescifrables; intentando descifrar los jeroglíficos de su cabeza o cagándose en los muertos de un señor de Cuenca. El Escalichao tenía gracia hasta cuando se le incendiaba la sesera y amenazaba incluso a los naranjos de la plaza Rafael Rivero. También podías verlo con uno de sus cuadros bajo el brazo, porque el bohemio, el loco, el personaje era ante todo un artista, genial con un pincel en una mano y con un vaso en la otra.
Ya no los vemos por ahí, como reza la letra de los tangos míticos que el Torta le dedicó a Luis de la Pica. Ni a ellos ni a otros tantos sabios que poblaban los callejeros jerezanos, hábitat propicio para esa fauna empeñada en guardar las esencias más puras, entrañables y divertidas de nuestro paisanaje. Como olvidarnos del llavero del Xerez que lucía Manolito el del Huerto, los guantes blancos impolutos de Emilio el Guardia guiando procesiones imposibles, los enfados con razón de Juanele, la leyenda de Rosique… Ya no encontraremos su silueta, que ha desaparecido entre los ríos de gente que desembocan en el centro de Jerez. Ya no habrá nadie que les pinte un retrato y lo cuelgue en un restaurante de la calle Ávila o en el tabanco de Luis Arriaza. Porque ya no quedan sabios como ellos en la ciudad. Ya no.
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