Salvador Daza Palacios

Una ejecución de pena de muerte en Jerez a fines del siglo XIX

Garrote vil, de Ramón Casas.
Garrote vil, de Ramón Casas.

15 de diciembre 2024 - 06:30

En la viña de San Francisco, en el pago del Arroyo de Membrillar, en Jerez de la Frontera, la noche del 16 de marzo de 1896, fue asesinado el propietario Pedro Quero Ruiz y le fueron robadas 500 pesetas. Tres desconocidos entraron en la tienda y amenazaron con un cuchillo a su mujer y a un criado, y uno de los desconocidos le disparó con un revólver y lo dejó muerto. Tras esto, los atracadores huyeron y la familia denunció lo ocurrido ante la Guardia Civil, que dio aviso al juzgado de guardia para que iniciase las diligencias y se procediera a la averiguación de los hechos e identificación de los criminales.

El juzgado de Santiago, a cargo de Manuel Bravo, se puso en marcha, pero la investigación estuvo llena de dificultades y errores, así como de falsas identificaciones por parte de los pocos testigos presenciales del hecho. Costó varios meses localizar a los posibles culpables. Finalmente fueron procesados cinco sospechosos, Juan Peña, José Roco, Francisco Moreno López, Cristóbal de San José Expósito y Juan Lozano Montes de Oca. La vista oral en la Audiencia de Cádiz no se inició hasta el 7 de junio de 1898. Fue un juicio ante jurado, cuyos integrantes eran casi todos vecinos de Jerez. El ministerio fiscal y la acusación privada pidieron para cuatro de los reos la pena de muerte y, para el quinto, quince años de presidio. El 13 de junio, tras seis días de sesiones, terminó la vista con la condena a muerte de dos de los reos (Cristóbal y Lozano) y los otros dos, Peña y Moreno, a una pena de 17 años de reclusión, ya que a uno de ellos, Roco, se le había retirado la acusación.

Ya se anunciaba que la ejecución de los primeros se llevaría a cabo en Jerez, pero todavía faltaba el recurso de casación ante el Tribunal Supremo. El 5 de abril de 1899 se publicó la sentencia, que declaró no haber lugar al interpuesto por Cristóbal San José y Juan Lozano, y admitiéndolo en el caso de Peña y Moreno, a los que la Audiencia les hubo de rebajar la pena de reclusión. Fueron culpables de haberse reunido con Cristóbal y con Lozano para darles la información necesaria para cometer el delito pero no del delito sangriento. Se les rebajó la pena en tal grado que saldrían en poco tiempo de la cárcel, al menos Moreno, pues Peña tenía otra condena pendiente por robo.

Tras esta última carta, la suerte estaba echada. Aunque parece que se movieron algunos hilos para librar a uno de los condenados a la pena capital, Juan Lozano, es lo cierto que cuando se vinieron a dar cuenta, la ejecución de Cristóbal de San José ya estaba caminando hacia su recta final y todos los intentos por salvarle del garrote en el último minuto fueron inútiles. El Guadalete dio la voz de alarma apenas 48 horas antes de la fecha prevista para el cumplimiento de la máxima pena. Se enviaron algunos telegramas a la Reina y al presidente del Gobierno, Francisco Silvela, pero ya el Ministro de Justicia había denegado con anterioridad esta posibilidad de indulto para Cristóbal por haber sido el autor material de la muerte de Quero.

A fines de agosto estaba ya en Jerez el verdugo de la Audiencia de Sevilla, José Quintana Caballero, con el fin de preparar el patíbulo para llevar a cabo su infame trabajo. El preso estaba en Cádiz y sería conducido a la prisión de Jerez por la Guardia Civil, porque la ejecución debía llevarse a cabo en la ciudad donde se cometió el delito.

Reo de muerte

A las ocho de la mañana del 31 de agosto de 1899, Cristóbal de San José ingresó en capilla. Antes de salir del calabozo esposado de pies y manos dijo a sus compañeros de prisión que deseaba terminar de una manera o de otra. Rogó después a los sacerdotes que no le molestaran más, pues ya había oído misa y se había confesado. Con arreglo a la ley, solo podían entran en la capilla las autoridades, los sacerdotes y los hermanos de la Caridad. Al comunicarle el juez la sentencia no firmó la notificación por no saber leer ni escribir, así que lo hicieron en su nombre los hermanos de la Paz y Caridad. Escuchó la sentencia de muerte con aparente tranquilidad. Se le reconocía como autor del robo y crimen de la Viña de San Francisco, ocurrida tres años y medio antes.

Muchas familias jerezanas acomodadas se trasladaron al campo para no presenciar el triste acto del agarrotamiento. Según las crónicas de la época, que se tomaron un interés desmedido por saber como eran las últimas horas de la vida del reo, el día anterior a su supremo castigo «almorzó con extraordinario apetito. Comió tres clases de viandas, dulce y vino de Jerez». Fumaba cigarros puros. Por la tarde pidió para merendar. Consumió, además de la sopa, un pollo, croquetas, dulces y vinos. No parecía preocupado por su situación terminal.

La cárcel la custodiaban las fuerzas de caballería de Villaviciosa y la Infantería de Álava. El patíbulo se había levantado adosado a la fachada del presidio, justo en el sitio donde habían sido ejecutados los anarquistas Lamela, Burique, Zarzuela y El Lebrijano. Costó grandes esfuerzos encontrar al personal necesario para poder levantar el cadalso, ante la negativa de muchos trabajadores.

La noticia de la ejecución había llegado por sorpresa al vecindario, que se mostró impresionado. En los últimos catorce años habían sufrido la pena capital en Jerez doce individuos. El primero fue Galán, acusado de pertenecer a la Mano Negra; luego los Corbachos, los Gagos y otros, hasta el número de siete, que también serían miembros de dicha asociación. Por último, en febrero de 1892 fueron ajusticiados los cuatro anarquistas citados. Cristóbal San José haría pues el número 13.

Muchas entidades así como la prensa de Jerez, solicitaron la regia prerrogativa del perdón a favor del reo. Pero no fueron oídos. Tampoco lo habían concedido para ninguno de los doce condenados en los últimos años. No se había escuchado a un pueblo que pedía clemencia y piedad para un desgraciado. En esto Jerez fue duramente castigada por los dirigentes nacionales y por sus soberanos, que aplicaron la mano dura en todos los casos.

El mismo día de la ejecución, desde el amanecer, se dijeron misas en las iglesias de Jerez aplicándolas por el alma del desgraciado, aunque aún no había muerto. Se suspendió la función del teatro Eslava y la música en la Alameda en señal de duelo, y aunque en la velada no faltó animación, se cerraron algunos negocios. Se había hecho una colecta en las calles más pobres del barrio de San Miguel y se habían recogido más de cien pesetas en monedas de diez y cinco céntimos.

El condenado sostuvo en la capilla, antes de salir para el suplicio, un animado diálogo con el verdugo, demostrando una serenidad pasmosa. Reo y verdugo bebieron juntos, encendieron un cigarro y salieron diligentes de la capilla hacia el cadalso. Igual actitud observó Cristóbal durante todo el trayecto. Al llegar al patíbulo seguía fumando su cigarro. Los asistentes estaban atónitos por tal sangre fría. Un religioso carmelita cayó al suelo de la impresión. Algunos del público abandonaron rápidamente la plaza, asombrados por la impasibilidad del reo. El 1 de septiembre, a las 9 de la mañana, el verdugo procedió a ejecutar a Cristóbal San José. A tan espantoso espectáculo asistió una multitud de más de 6.000 personas. Entre ellas estaban la viuda de la víctima, su hija, el hijo político y un primo. Un escuadrón de Villaviciosa, una compañía del regimiento de Álava y la Guardia Civil formaron el cuadro alrededor del tablado en la plaza y escoltaron al reo.

El cadáver del ajusticiado quedó expuesto en el patíbulo hasta que, a la puesta del sol recibió sepultura. Al día siguiente del ajusticiamiento, El Guadalete lamentó esta ejecución que venía a sumarse a las anteriores a las que siempre se les había negado el indulto. Sus palabras aun hoy día siguen honrando a su redactores:

"La desgracia persigue siempre a nuestra ciudad. Hasta en esto se revela la aciaga estrella que nos preside en este final de siglo".

En otras ciudades, donde muy rara vez hay una condena a pena de muerte, el indulto no se hace esperar. Aquí, en el espacio de quince años, contamos trece ejecuciones, sin que ninguna vez nuestros representantes, nuestros encumbrados y conspicuos políticos, hayan tenido influencia o voluntad para alejar de este pueblo esa sombra siniestra del patíbulo que parece ya connaturalizada con nosotros, tal es la frecuencia con que por desgracia la vemos alzarse en medio de nuestras plazas. No parece sino que un genio maléfico goza en atormentarnos con esos espectáculos que son mengua de la civilización de nuestros días y padrón ignominioso de un pueblo. (..).

Todo ha sido inútil; mas si la clemencia humana permaneció sorda para el desgraciado criminal, es seguro que la misericordia infinita de Dios habrá acogido en su seno el alma del desventurado, cuya triste vida se encerró entre dos ignominias sociales: la inclusa y el cadalso.

Por esta últimas palabras se puede deducir que quien había expiado sus culpas procedía de un orfanato, como se puede también suponer por los apellidos que llevaba. Se manifestó también el ético diario jerezano contra el «noticierismo patibulario» que excitaba la curiosidad malsana del público narrando los detalles escabrosos de última hora, que encerraba una falta de caridad cristiana y una ausencia del respeto que siempre debía imponer la muerte de un ser humano. Así que solo dieron a conocer los detalles de su entierro por parte de la parroquia de San Lucas y su sepultura en el cementerio católico.

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