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Acausa del terrorismo me aficioné a leer durante mucho tiempo la prensa abertzale porque contenía información muy valiosa sobre ETA, a veces camuflada entre párrafos secundarios, otras mimetizadas en artículos de opinión. Me interesaba conocer cómo funcionaban esas mentes y qué vericuetos políticos utilizaban para respaldar los atentados de la banda. Algunos de los firmantes con pseudónimo eran miembros de la propia ETA. Tuve a un compañero de estudios que provenía de Gara, la cabecera de Batasuna, que fotocopiaba los artículos de un reputado corresponsal que escribía en los periódicos más de derechas que se imprimían en Madrid porque, según me confesó, tenía la mejor información del Ministerio del Interior. Debía ser su malo particular.
Fue en aquellos años noventa cuando comencé a leer a los malos, aunque afortunadamente aquel adjetivo ya no describe a los terroristas, sino que conservé el título a modo de broma para señalar a mis disidentes domésticos, a gente que no opina como yo y de la que aprendo tanto como de mis periódicos autorreferenciales. En octubre de 2017 en Barcelona entendí mucho del procés a través de la prensa independentista catalana, que en aquel momento era casi toda aunque mantenía diferentes sensibilidades. La más hiperventilada era la que mantuvo el guion hasta los días previos a la aplicación del artículo 155 de la Constitución.
Esto de leer al contrario contiene sus contraindicaciones, claro, porque se comienza por conceder algo de razón y se termina en el otro bando, que suele ser tan humano como ridículo si la nueva fe se defiende con el arrojo de un cruzado. En realidad lo de leer a los otros no arranca de los tiempos de ETA, sino que lo aprendí en mi casa como una suerte de profilaxis informativa. Al fin y al cabo el contraste es un rudimento muy básico de verificación que también emplean los tribunales de Justicia para intentar acercase a la verdad, es uno de los pilares del pensamiento crítico y un antídoto contra el trincherismo.
La posverdad también llega con sus propios medios, que no son informativos, ni diarios digitales ni radios ni televisiones, son plataformas tecnológicas donde la verdad no es lo prioritario sino el cañonazo de dopamina que segregan cada uno de sus clics hasta convertir a sus usuarios en adictos a la pantalla, con vídeos de orígenes inciertos, memes de falsificadores y audios de impostores que circulan con éxito de audiencia por la red y que, convenientemente manejados, levantan tsunamis políticos y sociales. Háganme caso: lean a los malos.
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