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La tribuna
HACE ya algunos años afirmaba en estas mismas páginas que el problema mollar para los próximos años en España iba a ser el separatismo. Desde entonces la realidad no ha hecho sino confirmarlo. Raro es el medio que no se refiere a él; rara es también la charla con amigos o tertulia en que no aflora. Los próximos meses se aventuran cuanto menos preocupantes, aunque, en el último momento, pudiera llegarse a un acuerdo in extremis para retrasar el referendo catalán. Si fuera así, no se trataría de una solución sino de un aparcarlo durante algún tiempo a cambio, probablemente, de nuevas concesiones económicas, de gobierno o, incluso, de reforma constitucional (el conjunto en función de la parte).
¿Cuál es el escenario en el que nos encontramos? La mayoría de los análisis demuestran los progresos del separatismo. Han logrado internacionalizar sus reivindicaciones y que países insensibles o apenas conocedores del tema, generalmente con una información deficiente, se muestren comprensivos hacia su causa. Han conseguido un fuerte asentamiento en las instituciones, no sólo autonómicas sino nacionales, en el caso vasco a pesar de los estrechos vínculos separatistas con el terrorismo.
Llevan la iniciativa en todo, gracias a su capacidad de movilización, al apoyo de sus respectivos gobiernos autonómicos y, no lo olvidemos, gracias a su energía propositiva. Frente a un sentimiento español en clara retirada (y no sólo en Cataluña y el País Vasco), sin apenas apoyo institucional, inerme ante los complejos, sólo parcialmente repuntado por determinados éxitos deportivos, España camina de forma progresiva hacia su disolución como Estado, tras siglos de presencia como tal, con suerte diversa, en el panorama internacional. Y sin que aún seamos capaces de atisbar sus enormes efectos.
La desunión en los partidos de ámbito estatal frente al avance separatista le favorece, sin que, por contra, se observen menguas significativas en el mismo. Otro tanto ocurre con la mayoría de quienes se sienten españoles, salvo excepciones insuficientemente movilizados, acusando el hartazgo y poco o nada proclives a sacrificarse por un asunto que quieren arreglen los políticos, y cuya solución final, tal vez, les dé igual siempre que no les afecte a ellos.
Entre los separatistas, la ilusión y el ahora o nunca parecen presidir sus movimientos, sin que los bálsamos económicos, la corrupción, las amenazas poco creíbles de la Unión Europea o de la pretendida inviabilidad del propósito sirvan a la larga para detenerlos. Los pueblos no funcionan exclusivamente a base de números, y cuando la utopía se instala en ellos, aunque sea irracional, les predispone a combatir con ánimo y espíritu de sacrificio las dificultades. Esto les cuesta mucho comprenderlo a los materialistas de nuestro tiempo (todo es cuestión económica) y a los que no consideran la verdadera dimensión del reto. O a quienes creen que la simple ingeniería jurídica sería capaz de arreglarlo.
Los separatistas saben que enfrente no tienen un poder eficiente. Han acrecentado, gracias a las torpezas, claudicaciones e intereses de los partidos y gobiernos nacionales, el número de sus seguidores y han conseguido que su causa aparezca como irreversible. Y van ganando la opinión pública con su "derecho a decidir". Precisamente, para llegar al triunfo, la táctica consiste en eso: disfrazar la acción independentista como "derecho", aunque en este caso no lo sea. Entonces, automáticamente saltan todos los resortes contra los intentos de prohibirlo o recortarlo. Los separatistas saben utilizar el lenguaje y conocen muy bien las sensibilidades del hombre actual.
No cabe duda que de el Gobierno tiene una buena patata caliente. También la tiene el nuevo Rey, quien, de momento, ha optado prácticamente por eludirlo. Con cualquier acción que se arranque el primero, hay muchos esperando tomar nota y, si se ve alguna postura políticamente incorrecta, saltar enseguida para criticarlo. El margen de maniobra es muy limitado.
Por el momento el tema no parece quemarle al Gobierno lo suficiente, y se prefiere esperar y esperar sin emprender acciones (ni siquiera las que exige la legalidad), por ver si el problema se disuelve por sí solo, o con el ánimo de conjurarlo temporalmente con nuevas concesiones hasta que llegue el relevo político. Mientras, los socialistas parecen fuera de la realidad. Y el resto de las opciones de izquierda, pues ya se sabe: que eso de España es una creación franquista y reaccionaria. Si el Gobierno lograra la moratoria, no lo dudemos, el problema continuará. En cualquier caso, ¿no estamos ya los españoles acostumbrados a convivir con él? Lo grave sería si nos estallase.
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Gracias, Errejón