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Su propio afán
Creía que mi cumbre como educador conservador era mi hijo pequeño. Se resiste a que cambiemos nada. "¡Eso estaba ahí de toda la vida!", clama, furioso y elegíaco, si detecta el más mínimo progreso, aunque "eso" pudiera llevar tres o cuatro años como mucho y ser un matorral medio seco en la jardinera o un mueble cambembo o mi coche con veintidós años. Son motivos -en eso el niño tiene más razón que un santo- para tenerles misericordia. Yo le aplaudo la actitud, y no voy a cambiar de coche. Cuando hay argumentos poderosos, trato de convencerle y, cuando no lo consigo, como no lo consigo nunca, impongo el principio de autoridad paterna, que también ha de valer para un conservador, aunque él, entreverado de anarquista, se revuelvea.
La cumbre, sin embargo, la ha alcanzado mi hija. Al salir de una cafetería, me ha confesado que le haría muchísima ilusión entrar en los sitios y que le preguntasen: "¿Lo de siempre?". En la cafetería se lo habían dicho a un vejete que le debe de haber parecido el culmen de la venerabilidad.
Lo suyo es más dulce que lo de su combativo hermano; pero tiene el mismo el nervio de conservadurismo fetén, si no más. Para empezar, ese deseo en sí. Que no es de viajar por el mundo ni de ser original, precisamente.
Luego está lo que conlleva. Para empezar, el amor a lo consuetudinario. Nadie te dice "lo de siempre" si no vas un día tras otro al mismo lugar; y, además, te ciñes a lo idéntico. También implica que los camareros o dependientes tengan estabilidad laboral, porque, si van sucediéndose trabajadores temporales o precarios, no les da para aprender a distinguir a los clientes habituales de los azarosos. Aún diría más: se hace imprescindible un salario digno que les sostenga las ganas de guiñar a sus clientes y un sistema de trabajo que les deje respirar y fijarse en quién entra y quién sale y qué piden.
El sueño de mi hija incluye un sentido de pertenencia a la comunidad en que unos y otros establecen una relación personal, sin celotipias de su intimidad, propias del individualismo exacerbado. Unos se fijan en los gustos de otros y a los otros les gusta. Quizá haya incluso hasta un poco de sacrificio: ¿cuántas veces no habremos tomado "lo de siempre" para no dar un chasco al camarero solícito y satisfecho de conocernos tan bien?
A partir de mañana, cuando se levante mi hija, voy a pedirle mi beso de buenos días con un: "Eh, yo…, lo de siempre".
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