Rafael Padilla

El silencio de Jesús

Postdata

En la vida de Jesucristo, descubrimos una decidida voluntad de silencio. No sólo desconocemos qué ocurrió en su vida oculta. También en su vida pública tiene un cuidado exquisito en que sus hechos no se difundan: “mira, no lo digas a nadie” (Mt 8, 4) o “mirad, que nadie lo sepa” (Mt 9, 30) son recomendaciones que hace a los enfermos que sana. Con frecuencia, se aparta para orar solo y aconseja esa relación recóndita con Dios. Pero quizás donde los silencios resaltan más es en su Pasión. Ante la simpleza de Herodes, Jesús nada dice (Lc 23, 9). Más tarde, ante Pilato, después de entablar un diálogo escueto y comprobar la cobardía del romano, Cristo calla: “pero Jesús ya no respondió nada, de manera que Pilato quedó sorprendido” (Mt 27, 14. Mc 15, 5). Sube al Gólgota en un denso silencio, apenas quebrado por un profético consuelo. Y en la cruz, siete palabras, acaso más por cumplir con lo escrito que por abandonar su profundo ensimismamiento.

De los varios tipos de silencio –el impuesto, el que expresa indiferencia, o temor, o incluso desprecio del otro–, no hay ninguno que concuerde con el de Jesús. El sacerdote y psicólogo Enrique Martínez Lozano cree ver tres niveles en él: es, por una parte, la expresión de la dignidad propia del que ha sido fiel a sí mismo; por otra, revela la certeza característica de quien se siente sostenido por Dios; y, finalmente, pone de manifiesto una inmensa sabiduría.

Si dignidad y certeza en el Padre se comprenden a la luz de su mensaje, la dimensión sapiencial de su silencio requiere alguna explicación. De entrada, sabios y místicos nos han hablado del silencio como condición necesaria para alcanzar esa verdad inaccesible para la razón. Conceptos como vacío, oscuridad o no-pensamiento suelen aparecer en sus textos como requisito previo al conocimiento de lo esencial. El silencio, así entendido, es básicamente un estado de consciencia, aquello que constituye nuestra verdadera identidad. Afirmaba Miguel de Molinos que entrar en la verdad de tu nada te hace llegar al señorío de ti mismo, allí donde ya no habrá cosa que te inquiete.

En aquellas horas de ruido, Jesucristo vive en este superior estrato, en la serenidad inalterable de su verdadera identidad, en el Silencio con mayúsculas, donde se siente a salvo y perdona a sus verdugos. Es esta quietud, al cabo, el lenguaje del amor; un amor que vence a la muerte, inconmensurable para con Dios y para con nosotros.

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