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Nuestro Diccionario, siempre bienvenido y muy a menudo necesitado, es, en ésta ocasión parco, en exceso y a nuestro humilde entender, al definir la actitud que hoy nos ocupa: “Adhesión circunstancial a la causa o a la empresa de otros”. No hay nada que reprochar a la precisión con la que describe en qué consiste la solidaridad, sólo que el sentimiento de respaldo y apoyo, de ayuda y protección que nos mueve a “ser solidarios” con una, o muchas personas, o una causa determinada, conlleva la implicación de sensaciones que hacemos nuestras, de emociones que nos sacuden e incluso de pasiones que nos empujan.
“Ser” solidario con, por ejemplo, una causa, no importa ahora cual ésta sea, supone “hacerse” partícipe en su defensa. Podemos colaborar en ella, asistirla o ayudarla, pero solidarizarse con ese “algo”, ya sea ideal, tragedia o pensamiento, supone, a nuestro entender, un grado más alto en el compromiso que, por voluntad propia, asumimos.
Aunque tal vez no seamos “libres” para conmovernos o no con desgracias ajenas, las calamidades que afectan a otros o con catástrofes lejanas, pues no somos por completo dueños de los motivos que provocan nuestras emociones ni controlamos lo profundo que éstas nos puedan afectar; si lo somos para decidir unirnos al pesar del que padece, auxiliar a quien lo necesita o hacer lo que en nuestras manos esté por aliviar la miseria y la pena que se ceba con quien no conocemos; queriéndonos sentir como los que pasan por semejantes trances. Son reacciones que dependen de la condición de cada uno, que tienen que ver con la generosidad de cada cual, también con el momento vital por el que atravesemos o por los que hayamos pasado con anterioridad y nos hayan marcado.
En cualquiera de los casos , la solidaridad es un actitud deseable y ejemplar, diríamos, que casi, casi de necesidad. Pero, claro, nos referimos a la solidaridad entendida y practicada como tal: con el sólo, y muy loable, afán de socorrer al que se encuentra en apuros, o de sumarnos a la causa, idea o principio que consideramos justa y a la vez injustamente atacada o en serio peligro de continuidad y permanencia.
Cuando llega el momento, ese en el que cada uno se siente conmocionado por el mal que azota a otros o por el serio riesgo que corre un causa que creemos justa, consideramos necesaria y entendemos indispensable; nos movemos de dónde con habitualidad estamos, mental y físicamente, alteramos la rutina cotidiana y nos proponemos, con honesta intención, hacer todo lo que con la mejor voluntad podamos por defender los principios atacados o auxiliar a los perjudicados, dañados o vapuleados por el desastre del que se trate.
Y, con el mismo reconocimiento y admiración que se debe enaltecer y ejemplarizar la entrega y el esfuerzo de quien, con humilde honestidad, ofrece lo que tiene, o puede, para intentar paliar la desgracia del que sufre; con la misma intensidad habría que señalar, denigrar y apartar a los que utilizan, en mayor o menor medida, la tragedia ajena, bien para medrar, bien para presumir de lo que no son, bien para figurar donde no merecen estar. No todo vale, “solidarios”.
Nosotros, además de denunciar a los que de modo tan mezquino actúan, queremos pregonar la indignación que nos producen los que de semejante modo se comportan; la aversión que nos provocan los capaces de, hasta en el peor y más tremendo de los desamparos, hacer “de su capa un infame sayo” con tal de sumar puntos en la miserable escala “social” en la que darían hasta lo que no tienen por “destacar”.
Si es censurable la hipocresía, que lo es; si es detestable el cinismo, que también lo es; cuando “con la mejor intención” se hace uso torticero de la desdicha ajena para colgarse una medalla, ni lo hipócrita llega ni lo cínico alcanza para describir la bajeza de quien de semejante manera actúa.
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