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La muerte sólo tiene una palabra para nombrarla. Las demás no se le parecen: defunción, fallecimiento, óbito, deceso, partida, fin; son palabras frías o burocráticas, palabras que empequeñecen o acursilan, palabras muertas. La palabra muerte es la única que respeta a la vida y se iguala con ella como su antónimo y razón de ser. Si alguna vez tuviera que hablar en serio de la muerte de un ser querido, que es nuestra verdadera muerte, sería para intentar emular Las coplas de Jorge Manrique. En verso convierten la muerte en un canto a la vida, a su carácter efímero, a su universalidad, a su trascendencia. En su asombrosa reflexión filosófica es también un retrato social. La época de cambios en que fueron escritas no dista mucho de la actual, aunque todas las épocas son distintas e iguales, como los muertos. Manrique, hablando de la muerte ganó su propia inmortalidad, su vida eterna.
Sigue siendo la muerte un tema recurrente en la literatura y en el arte, una noticia que colma portadas e informativos si quien muere es alguien relevante. En seguida surgen las plañideras de llanto impostado y los que se colocan al fondo de esta sala de tanatorio global, en la periferia de la realidad, para hacer chistes con el muerto. Y en estos días de histórica actualidad y luto aliviado, me he bebido toda la literatura generada por las muertes del Papa Francisco y de Vargas Llosa. La mayoría han perdido el tono elegiaco enredados en el dato menor y en arrimar el muerto a su pobre sardina. Izquierda y derecha se han erigido en dos maneras de entender la muerte y a los muertos, una misma ambición de hacerlos suyos o despreciarlos.
Los llantos literarios han venido de donde menos se esperaba y para cantar la parte más populista o menos interesante de los personajes. El Papa Francisco es ridiculizado por unos que son más papistas que el propio Papa y, extrañamente, amado por otros que, ni les importa ni le conocen ni comparten su religión. Lo de Vargas Llosa se le parece bastante. Los que nunca le leyeron reducen su biografía a un puñetazo y a una efímera relación amorosa en el ocaso de su vida. Alguien mayor y sabio diría que aún es pronto para perdonarle a uno y otro sus miserias. Quizás, otro más crítico, diría que las miserias no son de los muertos sino de los pobres que hablamos de ellas, que habría que taparnos la boca con un sucio lienzo. Lo seguro es recurrir a otro poeta que no se equivoca, a Bécquer: “No sé, pero hay algo/ que explicar no puedo/ algo que repugna /aunque es fuerza hacerlo, / el dejar tan tristes, / tan solos los muertos”.
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