
Jerez íntimo
Marco Antonio Velo
Jerez, 1900: el marqués de Casa Bermeja, ‘Contrasordera Thompson’ y Dionisio García Pelayo
HABLANDO EN EL DESIERTO
FUE creencia clásica antigua que la suerte no podía durar siempre en una misma persona. A la Fortuna, versión romana de la griega Tique, la suerte, buena o mala, se representaba con una rueda que lo mismo elevaba a los mortales que los dejaba caer cuando habían llegado a gran altura. Los griegos más antiguos no creían que al azar ciego y caprichoso gobernara la vida de los hombres sin que éstos pudieran hacer nada para labrarse su propio destino, pero en la época clásica ya había arraigado la idea fatalista del Hado, que no es exactamente la suerte. Polícrates era muy afortunado: se había deshecho de la democracia en Samos y de sus hermanos competidores, estableció una tiranía, conquistó otras islas y hasta le favoreció una tempestad cuando hundió los barcos de una coalición de varias ciudades que se dirigían a Samos para conquistarla. Anacreonte, protegido de Polícrates, estaba asustado. Aquello no podía durar. El poeta comunicó al tirano sus temores mientras paseaban por la orilla del mar. Polícrates para tranquilizarlo aplacando la más terrible de las envidias, la de los dioses, arrojó al agua un anillo de gran valor. A los pocos días se presentó un pescador que había encontrado el anillo en el vientre de un pez y lo reconoció como del tirano. Polícrates se lo puso de nuevo y aconsejo a Anacreonte que desechara sus miedos. Pero Anacreonte sintió tanto temor que huyó de Samos para siempre. En Atenas, donde se fue a vivir, supo que su protector había sido crucificado tras caer en una emboscada del sátrapa persa Oretes. Schiller escribió una balada sobre este asunto.
Un tirano no era en Grecia lo que entendemos ahora. Los hubo buenos y malos. Polícrates fue de los buenos: protegió las artes y las letras y dio a los samios una época de prosperidad y florecimiento artístico. Su historia, adornada por la tradición y la literatura, se pone como ejemplo para los gobernantes que confían en su suerte y se vuelven imprudentes y, lo que es peor, se apartan de la realidad, se dejan llevar por aduladores y trepas y caen en la ambición de no dejar el poder nunca. Para evitar tentaciones, y siguiendo las enseñanzas de los clásicos, algunas repúblicas limitan los mandatos del presidente (los reyes son vitalicios, como se sabe, pero no gobiernan), a imitación, supongo, de Estados Unidos, cuyos padres de la patria eran ilustrados que conocían la historia clásica. Las democracias débiles se convierten en tiranías con relativa facilidad: se cambian las leyes con trampas y subterfugios para que los cargos sean vitalicios, como en Venezuela, o, sin serlos, se crea la clientela de un partido para que el poder nunca se aleje de un grupo político, caso del PRI mejicano. En las democracias occidentales es complicado, pero se intenta con demagogia y falsos progresos. Los dioses envidiosos están atentos para mudar la suerte de los trapaceros.
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