Alberto Núñez Seoane

Teoría de las capas

Tierra de nadie

16 de septiembre 2024 - 02:12

Lo que ocurre, lo que casi siempre, e ineluctablemente, ocurre es que las personas tenemos nuestra intimidad a veces separada, a veces dividida, a veces enfrentada, en varias “capas”; que sean pocas o muchas dependerá de cómo cada quien sea.

Las distintas “capas” se pueden superponer, cruzar, atravesar o interponer, será una cosa, otra, varias de ellas o todas, también en función del carácter y la actitud que cada uno de nosotros tenga. Permanecerán las mismas, o cambiarán; su interacción será fija o intermitente, continuada o permanente, según el fondo y las formas que cada cual, en realidad, tenga y de cómo cada cual, en verdad, sea. Luego vienen las mentiras o las sinceridades, los disimulos, certezas, vergüenzas, seguridades o falsedades, los engaños o las verdades, hipocresías o lealtades, ilusiones o mezquindades, esperanzas, desespero o felicidades; está en nuestra condición: la condición humana.

Cuándo nos relacionamos con otras personas, de modo instintivo o consciente, permitimos que unas lleguen hasta una determinada “capa” y otras alcancen otra.

El “modo instintivo” se inculca en nuestra forma de ser, en parte por la genética con la que nacemos, en parte por la educación que recibimos, o por la que no se recibe, en parte por el entorno en el que crecemos y nos desarrollamos y, la parte que falta, por la circunstancia que nos condiciona. Es, en términos coloquiales, eso que con frecuencia, casi diaria, utilizamos al decir: ”es que soy así”, a menudo seguido de un: “no lo puedo evitar”, “es lo que hay”, “así me parió mi madre”, o un largo etcétera de vanas disculpas para lo que, cuándo nos ciega y arrastra, no tiene excusa. Lo instintivo está, sin duda, ahí, pero somos seres racionales con capacidad para moldearlo, apaciguarlo, contenerlo o, incluso y en ciertos casos, eliminarlo.

El “modo consciente” determina nuestra actitud en base a la ética, la moral, la lealtad, la prudencia, la sensatez y la honestidad que cada quien se haya procurado. Es difícil que nadie nos regale tales virtudes, hemos de creer en ellas y empeñarnos en adoptarlas, a perpetuidad y sin excepciones, en la proporción que cada uno pueda, no obstante es básico integrarlas en nuestra entidad personal. Son éstos atributos, también los que al instinto se deben pero sobre todo éstos últimos, los que hacen de una persona la persona que es, respecto a sí misma y en relación a los demás.

“Los otros”, los demás, son el mundo en el que existimos, sin ellos -no hablamos ahora de las cosas porque no nos relacionamos con ellas, al menos no del mismo modo en que lo hacemos con nuestros semejantes- no podríamos ser lo que somos. Y es a ellos a los que permitimos, o no, llegar hasta la “capa” más profunda de nuestra verdad, o a las que superpuestas por encima de ella están, o sólo a la más superficial. Puede ser el instinto, a modo de defensa mecánica e irracional -queremos decir, no meditada- el que frene la llegada del otro hasta el último grado de nuestra celosa intimidad, o puede ser nuestra consciencia la que decida, por afecto, confianza, deseo o sentimiento, hasta dónde llegará uno y hasta dónde el otro. Y tenemos todo el derecho, que hasta la más estricta ética nos dá, a elegir quien alcanza hasta aquí y quien hasta allá; lo que no consiente la moral ni la más condescendiente ética admite, es hacer creer a una persona que le dejamos estar en una “capa” en la que, en realidad y según la escala de nuestra confianza, no está. Esto es una vulgar mezquindad, con independencia de que también pueda llegar a ser una crueldad, pues ignoramos el daño que nuestra falsedad pueda a ese otro causar.

Aquí, en este caso sobre el que hoy pensamos -siempre en nuestra opinión-, manda la honestidad. Si alguien espera de nosotros más, si cree que tiene derecho a nuestra confianza, si no comprende por qué no le abrimos nuestro interior de par en par, es un problema suyo, será él quien lo haya de solucionar, pues no está entre las obligaciones que tenemos el deber de regalar nuestra confianza a quien la busque, necesite o anhele, si no a quien nosotros escojamos. Sin embargo, una vez hecha la elección, no es honesto hacer creer, a quien sea, que está, respecto a nosotros, en una “capa” en la que no está.

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