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El ser humano es un “animal racional” -así lo definió Aristóteles-, añadiríamos “social”. Es cierto que esta última característica no es imprescindible para que el “animal racional” sea un ser humano, pero no es menos verdad que sin “lo social”, el ser humano no puede llegar a ser “persona”, al menos no en cuanto que consideremos a la “persona” como el ser humano realizado como tal.
Si el lector siente mayor curiosidad, le remitiría a “La República”, uno de los más afamados “Diálogos” escritos por Platón, cuya lectura nos instruye en las imperiosas necesidades que, en la sabia opinión del genial filósofo griego, llevaron al Hombre a agruparse, en orden de cronología histórica, en familias, tribus y ciudades.
Si pasamos ahora por alto, pues no es relevante para este corto artículo, las más primitivas sociedades que, desde la Prehistoria a nuestros días, hicieron posible la sin igual evolución del Homo sapiens durante el muy breve -en términos geológicos- período de tiempo de su existencia, y nos plantamos directamente en la “polis” de la Grecia antigua, veremos que en aquellas “ciudades-estado”, los humanos se unieron para procurarse unos a otros la satisfacción de las necesidades básicas, defenderse y progresar: aislados no tenían las capacidades que juntos si lograban. Si alguien convivía en la ciudad debía acatar las normas y cumplir las leyes que entre todos se habían dado, de lo contrario serían castigados o expulsados. Pero había también otra opción: si no se estaba conforme con la legislación, antes de no atenderla, se podía marchar a otro lugar. Esta oportunidad de decisión es la clave de las letras que hoy aquí les traigo: la libertad de elección.
Cuando llegamos a este mundo, que, sin posible elección, será el nuestro, lo hacemos en estado de absoluta indefensión: el ser humano necesita de cuidados, alimento y protección durante mucho más tiempo que cualquier otra especie animal, todas ellas, sin embargo, no racionales. Esta particular circunstancia inherente al Homo sapiens, lo coloca en una condición peculiar: a pesar de su exclusiva capacidad de pensar, “conocer” y razonar, va a estar impedido al uso de su libertad por un extenso, irrecuperable y sustancial período de tiempo: sus más básicas necesidades, desde el nacer hasta ser capaz de poderlas atender, y la carencia de medios suficientes para realizarse como persona independiente por un largo “después”; impedirán al individuo ser el “ser” que tiene capacidad de llegar a ser. Y esta fase, relevante e irreemplazable, en el desarrollo personal, ocurre en el seno familiar.
La familia vive embutida en la sociedad que la acoge, implicada en sus circunstancias y sometida a sus códigos, aunque no hablaremos de éstos últimos hoy, sino de los que atañen a la célula de cualquier sociedad: la familia.
La primera y determinante circunstancia es que no tenemos elección: nacemos donde a cada cual “toca”. La segunda es que no existe la posibilidad de cambiar: nuestra familia, al menos de nacimiento, será la que es y no otra. La tercera es que no contamos con la opción de marchar, a cualquier otra familia -estaríamos en el supuesto anterior-, o a ninguna en particular, si no a la naturaleza o a la soledad. Hasta que no consigamos una independencia económica que nos permita ejercer nuestra libertad, dependemos de la familia en la que nacimos y que no pudimos ni cambiar ni abandonar. Dejando, ahora y también, al margen las demás consideraciones, nos limitamos sólo a la que al afecto se refiere e importa.
No se trata, sólo, de que la familia en la que nacimos pueda ser “mala” o lo sea la persona en cuestión; es que a veces, aun no habiendo maldad ni en ella ni en nosotros, somos incompatibles con ella, o ella con nosotros, igual da. Si la discordia es comprensible y soportable, el mal no irá a mayores; pero si la incoherencia entre la moral familiar y la de ese ser humano en particular resulta tan incongruente que termina por resultar inasumible y , por tanto, insoportable, estará servido un gran problema existencial.
No se trata de comparar, no decimos: “me voy de aquí a otra familia en la que me quieran más, mejor, de otro modo o con autenticidad mayor”; decimos: “me gustaría irme, no sé si a otra familia pero sí lejos de aquí, a un lugar en el que pueda querer más y mejor, de otra manera y con auténtica devoción”, pero no podemos. La familia no tiene elección.
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