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MUCHOS años antes de nuestra era, en el sigo VI antes de Cristo, en Éfeso, una ciudad, ya desaparecida, de la Grecia clásica situada en la región central del mar Egeo, nació un muy peculiar pensador, una de esas mentes prodigiosas que dejan en evidencia la mediocridad que abunda entre los que componemos el género humano. Fue un filósofo atípico, un hombre diferente a todos los que no son diferentes, tan genial como poco conocido y apreciado.
No fue un pensador apto para pensadores mediocres. Su vida, en el lado opuesto a todo lo que tuviese que ver con lo convencional, estuvo tan fuera de lo común como el modo en el que trató de aplazar su muerte. Su obra, de la que sólo nos ha llegado una pequeña parte, contiene al menos dos teorías tan ilusionantes como innovadoras fueron entonces, tan rompedoras como apasionantes siguen siendo aún hoy. Fue el suyo un pensamiento creativo, sorprendente, incluso mágico -diría yo-, tan brillante como poco conocido.
Sin entrar en detalles filosóficos, que podrían hacer para algunos penosa la lectura, les contaré sobre uno de esos pensares que, en los escasos fragmentos que a lo largo de veintiséis siglos se han conservado, nuestro invitado de hoy: Heráclito de Éfeso, nos regaló. Ni el mucho tiempo transcurrido -más de 2.500 años- desde entonces ni la imparable evolución de la filosofía, han dejado obsoleta, a mi entender, esta extraordinaria teoría.
Heráclito nos decía que “todo fluye” -es el significado de “panta rei”-; nada permanece, porque todo está en movimiento: desde el principio hasta el final y desde éste, de nuevo al comienzo. Buscando un símil para mejor explicar su pensamiento, decía que “no nos podemos bañar dos veces en el mismo río”, porque el agua en la que entramos ayer no es la misma que en la que estamos entrando hoy, argumentaba. El agua se mueve … fluye … no permanece estable ni inmutable, de modo que no es posible, nunca, repetir un baño en el mismo río.
Si trasladamos la “teoría del flujo universal” -por este nombre se conoce a la que pensara Heráclito- a la vida cotidiana, bien para buscar respuestas, bien para intentar comprender, bien para mejor conocernos, o bien para aprender parte de lo mucho que siempre nos quedará por conocer -objetivos, todos ellos, primeros y últimos de la filosofía-, veremos que nuestras vidas son movimiento: ni nosotros mismos ni los sujetos ni tampoco los objetos del mundo en el que existimos, permanecen; todo fluye, todo se mueve, todo cambia. Tratar de buscar “lo permanente”, la seguridad de “lo inalterable”, de “lo que siempre está”, sea lo que quiera que esto sea, es, desde antes de comenzar a intentarlo, una empresa fallida.
Pongamos un ejemplo trivial y sencillo. Cuándo hoy salgamos de casa y caminemos por la calle, ésta no será la misma calle que fue ayer, cuándo caminando por ella llegamos a casa. Y no lo será por muchas razones: no serán los mismos coches los que estén aparcados, y aunque lo fuesen ni estarían en el mismo lugar ni el con el mismo orden; no son las mismas que fueron las personas con las que nos crucemos, ni las nubes que se mueven sobre nosotros, ni el mismo el aire que respiramos; pero es que tampoco serán exactamente los mismos ni el asfalto ni los edificios, todo, en más o en menos, se habrá alterado con el viento, la temperatura, el tiempo y la lluvia; pero es que … tampoco nosotros, aunque el entorno todo hubiese permanecido inalterado, seríamos los que fuimos ayer, ni siquiera los que éramos hace unos minutos: cambian físicamente nuestras células, camia nuestro estado de ánimo, cambia nuestra actitud con los cambios que la vida nos trae a cada instante, cambia nuestra mente, nuestra forma de pensar y cambia el pensar mismo. Nada es lo mismo ahora a lo que fue en el momento anterior.
Nuestras vidas son como el río en el que no podemos volver a bañarnos: todo cambia, en y con ella. Nosotros somos, en parte, “producto” de ese movimiento permanente. No es ni malo ni bueno, simplemente “es”, y no es posible detenerlo, hay que ser consciente de su realidad, asumirla y adaptarnos; no hacerlo, además de inútil, supondría quedar fuera, de modo irremediable, de todas las posibilidades que nos brindaría la existencia a la que tendríamos acceso dentro de ese imparable fluir que la vida implica.
Jean Paul Sartre, el célebre existencialista francés, venía a reconocer lo cierto de la teoría de Heráclito. En cierta ocasión, unos periodistas -los de siempre- le criticaban su alejamiento de las posiciones comunistas que en otro tiempo defendió con entusiasmo; preguntado por las causas de este cambio, les respondió: “no soy hoy la misma persona que entonces, no había vivido lo que viví, no pienso como pensaba, no soy el que fui”. Y así, en mi opinión, es.
No siempre es fácil incorporar, e incorporarse, al cambio continuo y permanente de todo lo que en “nuestro” mundo existe, incluyendo al propio mundo y, por supuesto, a nosotros mismos; pero queramos, sepamos o podamos hacerlo, todo seguirá fluyendo, nada se detendrá para escucharnos, esperarnos, comprendernos o consolarnos, no importa en cuantos pedazos se hayan roto nuestros corazones.
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Gracias, Errejón