Marco Antonio Velo
De Valencia a Jerez: Iván Duart, el rey de las paellas
Tierra de nadie
Creyendo agotada la capacidad de producir dolor que el hombre guarda en sus sórdidos adentros, el ser que, aun siéndolo, renunció a ser humano, nos volverá a sorprender superándose en la más repugnante y repulsiva de las escalas: estamos en el “Cuarto Nivel”, ese en el que no tiene cabida lo humano, pero al que sólo un “humano” es capaz de llegar.
En este lugar sin sitio, un hervidero de espantos y miserias, un estercolero de bajezas infinitas, un horror de innombrables abyecciones; habitan los que lo hacen real y se descomponen los que hasta allí son arrastrados por el Hado, pienso que ignorante de a dónde lleva a los que allí empuja, pues de bien haberlo sabido, presto hubiese renunciado a cumplir con su destino; tan perverso es el mal que allí repta.
No es violencia, es algo que se arrastra muy por debajo de los purulentos caminos del mal, es la raíz impura de lo perverso, la infecta esencia de lo maligno, la hedionda argamasa que defeca en lo siniestro, es la impensable abominación que alguien, nacido de madre, ha hecho real. Apalean inocentes e indefensas criaturas, las someten a las peores vejaciones, las usan como objetos sexuales desechables, las prostituyen, comercian con sus órganos … Es lo innombrable, aquello que estremece con sólo imaginarlo, lo impensable hecho cotidiano … No puede haber infierno más cruel que el que estas almas habitan, tan sólo la infinitud del tiempo por el que el horror pudiera, sin detenerse, perdurar, sería capaz de hacer más maligna y siniestra la brutal ferocidad de un castigo sin cabida en lo que por humano se pueda tener.
El “Segundo Círculo” es de las amistades peligrosas. Esos amigos que no lo son, que llegan en la adolescencia y se van … que aparecen durante la juventud y … se esfuman -es menos frecuente, y más complicado, pero no, por supuesto, imposible, hacerlos en la madurez- Esos amigos que todos buscamos, con más o menos ahínco, conscientes, o no, de la necesidad de su cercanía; objetos del deseo, dormido o despierto, de cualquier humano en proceso de formación, como el ser social de condición, abocado a llegar a ser.
La necesidad nos hace débiles. Lo que pensamos necesario es lo que vendría a darnos lo que consideramos imprescindible, lo sea o no. Pero también en esta apreciación hay grados. Podemos ser personas baladíes, frívolas o inconsistentes, hacer de lo superfluo necesidad, acostumbrar a complacernos en la pereza de lo fácil, desdeñar el esfuerzo y abdicar la voluntad; hacer cualquier capricho necesario y sentirnos, en lugar de estúpidos, especiales. O podemos creer “necesario” lo que simplemente deseamos; y será la fuerza de este anhelo la que califique la intensidad de nuestra “necesidad”. O podemos querer algo o a alguien, con arrebato que no detiene la prudencia, semejándonos insoportable la vida sin el objeto o la persona amada, haciendo de alcanzar este logro, necesidad. Sin embargo, lo necesario sólo es aquello objetivamente imprescindible para conseguir el fin del que se trate. Hay, ahora, que delimitar ese fin con la importancia suficiente para condicionar nuestras vidas en pos de él; una vez lo conozcamos, podremos saber lo que es indispensable -o sea: necesario- para obtener lo que buscamos.
Los posibles fines son muchos, tantos como humanos hay en el planeta, pero para circunscribir nuestro artículo, de modo que sea factible encapsularlo en el espacio del que disponemos, tendremos sólo en cuenta uno que es común denominador para todos: la felicidad.
Podríamos decir, creo que sería acertado, que seremos más felices cuantas menos necesidades tengamos. Y, restringiendo lo que en verdad es necesario, para así quedarnos con lo mínimo en verdad imprescindible -bien entendido que estén cubiertas las que consideramos básicas, puesto que si así no fuese, lo que viniese a continuación no tendría ni lugar ni sentido ni siquiera razón de ser ni para en ello pensar-, diríamos que si contamos con salud, un espíritu lo bastante en paz, el bienestar de los que queremos, una razonable tranquilidad personal, la ausencia de cuitas pendientes, y el cariño de los que nos importan, todo esto sería suficiente para alcanzar la cuota de felicidad a la que los humanos podemos, y creo que todos tenemos ese derecho, optar
¡Ahí es nada!, me podrán decir. Bueno, no es poco, desde luego, pero si lo miran con detenimiento verán que tampoco es mucho, ni siquiera demasiado. Y no lo es por una sencilla razón: todas esas bondades -del todo unas, y otras, salvo imponderable tragedia, en gran parte- son bienes que nadie nos puede quitar: ni el destino ni la pobreza ni los enemigos tampoco. Son nuestros, sólo nuestros, porque están en nosotros, no “con” nosotros; podremos perder la hacienda, amores, amistades o el favor de los poderosos, pero nadie nos puede quitar lo que no se puede llevar.
Así, decíamos que en ese “Segundo Círculo” de nuestro particular infierno -con el permiso del divino Dante proveídos-, topábamos con esos amigos, que nunca lo fueron, pero que en tanto creímos que lo eran, a ellos nos confiamos, a ellos entregamos fantasías intactas y secretas ilusiones, con ellos compartimos íntimas esperanzas y ensoñaciones. Mucho más duro el golpe cuanto mayor la altura desde la que caer te hacen, mucho más cruel el daño cuanto más cercano quien te empuja.
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