La ciudad y los días
Siempre nos quedará París
El mundo de ayer
Sueño con frecuencia que encuentro en mi casa o en la casa de mis padres una habitación secreta, un patio trasero, una puerta que antes no estaba ahí y ahora sí está, como ocurre en la fantástica y pesadillesca novela La casa de hojas, de M. Danielewski. Este hallazgo siempre despierta en mí un entusiasmo casi infantil, y lo vivo –lo duermo– como un nuevo comienzo.
Tal vez escribo sobre este sueño porque necesite nuevos horizontes, y tal vez creo que lo que sueño es importante porque el sueño es de los pocos territorios salvajes que nos quedan. El mundo y el espacio han sido descritos y empaquetados dentro de nuestros móviles. Quedan la materia y la energía oscuras, quedan las bestias gigantes del fondo del océano, quedan algunas otras cosas que son nada, la línea de polvo que queda siempre al usar el recogedor. Queda poco, en suma, y es muchas veces mejor quedarnos en casa y descubrirnos a nosotros.
Todo está colonizado. El otro día me crucé, leyendo un libro, con una foto de la mezquita de Córdoba. Estaba hecha desde dentro de la nave inmensa, y muestra una pequeña parte, sólo veinte o treinta arcos, cada uno con su historia y sus capiteles y sus proporciones. Nada raro, salvo por un detalle que, al menos para mí, resulta cada vez más insólito: no hay nadie en la foto.
Cada vez hay más gente en todos lados. Para ver la Capilla Sixtina tenemos que andar como Jon Snow en la Batalla de los Bastardos, dando pasitos como sardinas en lata y estirando el cuello para ver los frescos de Miguel Ángel. En Santa Cruz existe una proporción indirecta entre el número de personas que anda por la calle y el que está dentro de las casas. Igual que encontraron unos baños árabes en Mateos Gago, en unos años encontrarán a una familia joven viviendo en la Plaza de los Venerables, e irán todos en peregrinación a hacerse unos tiktoks para la posteridad. Ni la cruz de Santa Marta, desmayada y rota, aguanta este ritmo.
Yo muchas veces no sé ya ni quién soy. No es que cada vez nuestras vidas y las de nuestros padres parezcan más distintas. Incluso nuestra propia vida nos parece cada vez más distinta a ella misma. Por algo hay una industria de la nostalgia. Todo cambia demasiado rápido. La vida, llena de bailes y de poses y de fingimientos, se ha convertido a marchas forzadas en esos anuncios de seguros de vida o de dentaduras postizas con viejos lozanísimos que muy probablemente me ganarían en la Nocturna. Es todo tan fugaz y escurridizo que no me extrañaría abrir en sueños un día una puerta y verme a mí mismo, soñándome escribir esto.
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Gracias, Errejón