Asís Moreno Landahl | Marqués de Mortara, descendiente directo del Virrey Laserna

El último Virrey del Perú

Tribuna libre

Doscientos años de la batalla de Ayacucho

09 de diciembre 2024 - 02:59

Tal día como hoy, hace exactamente doscientos años, el sol del verano anunciaba un nuevo amanecer en Ayacucho. Aunque a las nueve de la mañana, mientras los generales se reunían para recibir las instrucciones de ataque, todavía un viento frío recorría las tropas insurgentes del general Sucre, desplegadas en el llano, y las del Virrey La Serna mejor situadas sobre un promontorio. Ambas huestes habían decidido enfrentarse ese día en una acción general que La Serna había hasta entonces evitado a toda costa. Por una razón clara, para el ejército patriota era una campaña más. Una derrota como las anteriores no sería más que el preludio de la campaña siguiente. La Serna solo contaba con un exiguo ejército. La derrota del ejército realista significaría el final del dominio de la corona española en América.

Pero, ¿Quién era ese espigado jerezano que dirigía las tropas del rey? D. José de La Serna y Martínez de Hinojosa había nacido en Jerez de la Frontera en el año 1770, en el número 8 de la calle Pozuelo, donde todavía se ubica el Palacio que lleva su nombre y que, hoy en día, está abierto al público. Ingresó muy joven en la carrera militar y se distinguió de forma heroica en la defensa de Ceuta y en la Guerra del Rosellón.

Al estallar la Guerra de Independencia combatió en Valencia, Navarra y Aragón. Fue hecho prisionero en el famoso Sitio de Zaragoza y trasladado a Francia, permaneciendo cautivo y en estrecha vigilancia en una torre hasta 1812, año en que logró escapar por la frontera de Suiza y, evitando los territorios dominados por el enemigo, atravesó en un periplo increíble Baviera, Austria, Bulgaria, Moldavia y Macedonia, logrando llegar hasta Grecia, donde pudo embarcar hacia Malta y, desde allí, a Mahón en las Baleares.

En 1816 fue enviado a Perú como general del Estado Mayor del Ejército, con la misión de evitar la rebelión separatista que en aquel virreinato se había declarado. Consiguió una rápida pacificación de aquellos territorios con ventajosos resultados. Durante cuatro años tuvo que desempeñar el cargo con gran escasez de recursos económicos y militares.

La desastrosa política del Virrey Pezuela condujo a la emancipación de Chile y al posterior desembarco del general San Martín en el Perú, amenazando seriamente el dominio realista del virreinato. El pronunciamiento de Aznapuquio, en enero de 1821, en el que los militares obligaron a Pezuela a renunciar y proclamaron a La Serna como Virrey, modificó radicalmente la situación. A los separatistas les permitió ocupar Lima y proclamar la independencia del Perú, a los realistas retirarse a Cuzco y tornar las derrotas en victorias.

El resurgir del ejército español en el Cuzco y la secuela de victorias fue tanto más meritoria cuanto que el aislamiento del Perú realista, especialmente a partir de 1820, fue de tal magnitud que incluso las noticias llegaban a través del territorio emancipado. Además, La Serna nunca recibió los prometidos refuerzos, que quedaron en España tras el levantamiento de Riego en las Cabezas de San Juan, en enero de 1820.

Mientras toda América caía, el ejército del Virrey no sólo resistía numantinamente, sino que reconquistaba territorio. Venció en las batallas de Torata, Moquegua y Zepita contra fuerzas independentistas chilenas, colombianas, venezolanas y ecuatorianas superiores en número. En 1824, recuperó Lima y la fortaleza del Callao, lo que hizo exclamar a Bolívar, quien había reemplazado al derrotado San Martín en la lucha por la independencia: “El Perú se pierde irremisiblemente.” Sin embargo, mientras que, con todo el viento a favor, preparaba la ofensiva definitiva, sufrió la traición de Olañeta, su general del ejército del Sur, quien, tras el regreso al absolutismo en España, se sublevó contra él acusándole de liberal. La consiguiente guerra civil no solo mermó sus mejores tropas y la imposibilidad de utilizar un tercio de su ejército que quedaba al mando de Olañeta, sino que permitió a Bolívar rehacer su ejército e iniciar una contraofensiva al mando de Sucre, el general mejor preparado de las tropas insurgentes.

A principios de diciembre de 1824, las tropas de Sucre llegaron a Huamanga donde ambos ejércitos se encontraron en la margen izquierda del río Pampas. La Serna siguió la táctica de la guerra de movimientos que tantos buenos frutos le había dado en las dos campañas de Intermedios. Hostigó una y otra vez la retaguardia de los enemigos infligiendo a éstos numerosas pérdidas minándoles la moral de combate. En la segunda campaña de Intermedios esta misma estrategia había acabado por producir tal desmoralización en las huestes enemigas que el ejército patriota finalmente se desmoronó en una desbandada general, sin que las tropas del ejército realista sufrieran mínimas pérdidas.

Durante días ambos ejércitos marcharon en paralelo hasta que, el 8 de diciembre, el ejército del Virrey se situó en los altos de Condorcanqui mientras que el de Sucre quedó en el campo de Ayacucho. La rapidez de las marchas habían dejado al ejército realista sin el ganado que conducían para racionar su tropa, y al ejército insurgente encerrado en un desfiladero que les impedía avanzar ni retroceder. La batalla era inevitable y en ella se había de decidir la suerte de la América del Sur.

Esa mañana del 9 de diciembre quedaban a un lado las llamadas tropas libertadoras del Perú, en las que tan solo un 5 por ciento de las mismas estaban compuestas de peruanos mientras que el 95 por ciento restante eran una amalgama de oficiales ingleses y tropas colombianas, venezolanas, argentinas, chilenas y españolas. Y al otro, el ejército realista, en el que el 95 por ciento eran tropas peruanas y apenas un 5 por ciento de oficiales españoles procedentes de la península. Paradojas de la Historia, había mayor número de españoles en el ejército insurgente que en el realista.

El ejército leal comenzó a desplegar sus tropas avanzando hacia el llano. El mejor general realista, Jerónimo Valdés, se ocuparía del flanco derecho, Monet con cinco batallones atacaría el medio mientras Villalobos, con otros cinco, se ocuparía por la izquierda del borde superior de la quebrada. La poderosa caballería del general Canterac descendería al llano del ramal. El ejército del Virrey contaba con seis piezas de artillería, lo que le daba, en principio, una superioridad respecto al ejército enemigo, que carecía de ellas. Valdés entabló batalla de acuerdo al plan de acción e hizo retroceder al enemigo. Cuando llegó al punto acordado, el primer batallón de Villalobos al mando del coronel Rubín de Celis, desoyendo las instrucciones recibidas, se lanzó a un prematuro ataque que, Sucre, viendo la oportunidad, decidió contrarrestar con toda una división, deshaciendo a las tropas realistas por completo y apoderándose de todas las piezas de artillería. Ante este inicio desastroso, las tropas realistas, sin contar ya con la artillería, no consiguieron descender al llano en el orden necesario y el plan de batalla quedó en un desbarajuste a merced de los insurgentes. En un último intento, el Virrey, esperanzado de contener el desorden y restablecer el combate, se lanzó él mismo, denodado, entre las tropas batidas; no consiguiendo sus nobles esfuerzos más que ser derribado del caballo y recibir seis heridas de bala y arma blanca. A la una de la tarde, el ejército real que no había sido muerto, herido o prisionero huía en todas direcciones. La impetuosa temeridad de un coronel había fulminado trescientos años de dominación española del continente americano. El Virrey, tras haberse batido cuerpo a cuerpo con los independentistas, quedó herido y hecho prisionero, situación en la que permaneció hasta la firma de la capitulación definitiva. El general inglés Miller lo describe en sus memorias: “Su persona alta, y en todos tiempos noble, parecía en aquel momento más respetable e interesante. La actitud, la situación y la escena era precisamente lo que un pintor histórico habría escogido para representar la dignidad de perdidas grandezas.”

La actitud heroica del Virrey fue reconocida por el mismo Bolívar que en una carta al general Canterac, lugarteniente del Virrey, afirmó:

… puedo decir que la conducta de ustedes en el Perú como militares, merece el aplauso de los mismos contrarios. Es una especie de prodigio lo que ustedes han hecho en este país. Ustedes solos han retardado la emancipación del Nuevo Mundo, dictada por la naturaleza, y por los destinos. (…) Suplico a usted se sirva ofrecer mis sinceros respetos al señor General La Serna, cuyas heridas, aunque dolorosas, le cubren de honor”.

La derrota de Ayacucho confirmó una predicción realizada por La Serna en 1818, quien en oficio al Virrey Pezuela aseguraba que el ejército del Alto Perú era el sostén de España en América y su pérdida supondría la del virreinato. En enero de 1825 regresaría a España, donde se le comunica que un año antes había sido ascendido a teniente general y recompensado además con el título de Conde de los Andes. Como paradoja, diremos que al llegar le adeudaban todos los sueldos de sus diez años de servicio en América, unos doscientos mil pesos, que nunca llegó a cobrar. La administración española nunca ha sabido retribuir a sus héroes. Estuvo condecorado con las medallas de San Hermenegildo, de San Fernando y de Isabel la Católica y falleció en Cádiz en 1832, donde fue enterrado con todos los honores.

Hoy, doscientos años después, el tibio sol del invierno proyecta sobre Jerez la sombra de una injusticia. A lo largo y ancho de nuestro país encontramos estatuas de Bolívar o San Martín, quienes, al fin y al cabo, fueron enemigos de España, y en cambio no hallamos ninguna de todos esos héroes que dieron su vida por defender la españolidad de América. Ahora que por fin se está rescatando del olvido a otros héroes españoles como Blas de Lezo o los últimos de Filipinas, muy bien podemos y debemos los jerezanos reivindicar la figura de este excelso general. No a todas las ciudades les cabe el honor de haber sido cuna de todo un Virrey que prestó grandes servicios a su patria, a veces de forma harto heroica.

Es de justicia histórica homenajear con una efigie a D. José de La Serna en su ciudad natal. ¡Loor a los grandes héroes que supieron escribir el nombre de Jerez en letras de oro en los anales de la Historia!

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