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Decían los antiguos que España era la Guardia Civil y la Virgen. Es decir, el Estado y la Iglesia Católica. Hoy ya no podríamos encontrar abrigo en este dicho, tan arbitrario y tramposo como cualquier otro. El Estado ha sido vencido y desarmado hasta el punto de que para atender una urgencia humanitaria como la de los menas tenemos que asistir a una riña de vecinos autonómicos. Uno echa de menos una autoridad nacional que ponga orden y que decida lo mejor para estos menores sin por ello quebrar las leyes. Desde los tiempos de Marco Aurelio, la sangre bereber siempre aportó cepas de virilidad a la Península. Le quitó la blandenguería de sus poetisos nativos, borrachos en sus palomares de cristal, y construyó palacios-fortaleza y alminares hermosos para alabar al Señor, al Único, al Autosuficiente, al Loado, al Omnioyente...
Ni la Guardia Civil (a la que se le ha perdido el respeto) ni la Virgen (a la que se le ha perdido devoción) sirven ya para cohesionar como antes España, lo que no deja de ser un problema para los que creemos en esta vieja nación cultural y política. Tenemos, eso sí, la figura de Felipe VI y, en estos días, la selección española, que vuelve a demostrar su poder sanador y una realidad que molesta mucho a los nacionalismos periféricos y a los cosmopolitas de extremocentro: en cuanto se rasca un poco en el lomo del pueblo hispano aflora un orgullo nacional que va mucho más allá de lo deportivo. Es el viejo grito de unidad de San Isidoro, repetido una y otra vez, en estos tiempos un tanto macarras en su versión lolololo. El martes, las viejas preguntaban por las calles cómo iba la selección y levantaban los brazos cuando se les informaba de que 2-1 ganando. El fútbol no les importaba, España sí. Por mucho que a los meapilas del deporte les moleste, el combinado patrio (al que ellos llaman “el España”) es mucho más que un equipo deportivo. España es durante estos días, siguiendo el precepto nacional-orteguiano, una unidad de destino en lo futbolístico.
Por lo dicho hay que evitar que los campeonatos de selecciones se conviertan en plataformas para que los futbolistas se pronuncien políticamente, como han pretendido algunos. Todo futbolista tiene derecho a pensar lo que quiera sobre la inmigración, la extrema izquierda o los impuestos (en esto suelen estar todos en contra), pero cuando visten la camiseta colorada son representantes de una unidad y pierden sus derechos individuales para encarnar a la patria en sus muchas capas y colores. Después, cuando pase la euforia, y todos volvamos a nuestros coros y danzas regionales, que cada cual diga lo que le venga en gana.
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