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En su Elogio de la duda, un libro de obligada lectura, la filósofa Victoria Camps defiende la importancia de la actitud -y de la aptitud- dubitativa no sólo en el quehacer filosófico, sino también en el ejercicio de la actividad política. Lo esencial, señala, es saber detenerse, concederle una oportunidad a la reflexión, antídoto eficaz frente a visceralidades y frentismos. Muchos de los males que hoy nos angustian derivan precisamente de las certezas falaces y enquistadas de nuestros políticos. El extremismo y el antagonismo feroz nacen de la estupidez de quienes presentan sus ideales como mandamientos inobjetables.
Este tiempo nuestro abomina de la moderación, del diálogo, de la construcción común y colaborativa del futuro. La mayoría de los medios de comunicación aplauden ese disparate tan rentable. Con mucha mayor violencia, en las redes sociales se fusila incansablemente a cuantos no comparten catecismo. Falta espacio y aire para la sensatez porque hemos olvidado el valor de la duda, su fuerza desenmascaradora de mentiras disfrazadas de verdades.
Y es que, además, subidos al tren del fanatismo, malgastamos nuestra inderogable libertad. Para ser realmente libre, el individuo debe indagarlo y cuestionarlo todo. El pensamiento propio exige como presupuesto una abundante dosis de recelo, de descreimiento inicial ante los mensajes prefabricados. Ya sé que es mucho más fácil posicionarse en polos estancos. Pero la cómoda dicotomía, por burda, muestra pronto su incapacidad para analizar y solucionar lo complejo. Si se quiere escapar de la doble cara de esa falsa moneda, hay que aceptar el esfuerzo (y el dolor) de argumentar, de averiguar los matices, de adentrarse en inquietantes hipótesis.
Aprender a dudar, además de regalarnos la negación inteligente de nuestra imposible autosuficiencia, aporta en lo colectivo un mecanismo vital para la democracia: escuchar en vez de oír, debatir lealmente lo que conviene, exige abandonar una firmeza estéril, abrirse a las razones del otro, comprenderse falible. Nada de esto se logra sin la sincera y democrática duda.
Urge, por ello, incitarla y requerirla en la nueva política. Discurrir, discernir, intercambiar son verbos que deberían pronunciarse a diario en la búsqueda del buen gobierno. De no hacerse el riesgo es claro: las ideas impermeables a la duda se transforman en dogmas, en esos amasijos de cerrazón que llevan siglos tiñendo de sangre la historia.
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Gracias, Errejón