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Cuarto de muestras
Me gusta el verano. Es provisional, luminoso e imperfecto. Tiene su punto nihilista en el que el tiempo parece detenerse o alargarse o posponerse como si se derritiera. El verano tiene algo de espera continua. Espera a que se haga de noche y refresque, espera a que cambie el viento. Espera a que baje la marea o se ponga el sol o salga la luna o vengan a vernos los amigos o vayamos a verlos a ellos. Espera a que el vino se vuelva escarcha y se funda en los labios como un beso. Espera a que lleguen las vacaciones y todo esté igual que siempre en ese cambio de rutinas tan rutinario. Espera a que acabe pronto porque el verano al final como las visitas que no saben marchase se pone muy pesado y terminamos por anhelar los tristes días de septiembre. Si hay una estación del año en la que existe el tiempo es en verano, no sé si porque los días son más largos, porque el calor nos hace contar las horas o porque dormimos menos y creemos pensar más.
Al sentir atracción por alguien que no conocemos, en lugar de preguntarle si estudia o trabaja, deberíamos preguntarle si es más de invierno o de verano. Es una pista muy elocuente que no podemos desperdiciar. A los que nos gusta el verano nos quedamos detenidos en ese silencio tan misterioso que se hace en las calles desiertas y sin tráfico. Disfrutamos del sopor que nos dan retransmisiones deportivas que sólo nos interesan para acunar nuestra siesta. Nos distraemos en las estaciones de trenes y aeropuertos porque el verano es tan exhibicionista que nos mete en una pajarera humana y nos enseña cosas que jamás pensamos que podríamos ver en atuendos, siluetas y expresiones. El verano es mirar con descaro que es lo que se va a las playas, terrazas y hasta a los civilizados pueblos del norte en los que ya también es verano y han sido igualmente invadidos por aves de exótico plumaje.
Sí, el verano tiene sus pequeñas mortificaciones. No me refiero a la canción del verano, que también. Tampoco me refiero a los amores de verano que una ya no está en edad. Me refiero a que, en verano, tenemos que fingir si no nos vamos todo el tiempo de viaje que es porque no podemos y no porque no queremos. Tenemos que disimular lo bien que se queda nuestra ciudad tan despejadita. Tenemos que sucumbir finalmente a hacer las maletas, no como nos enseñan los asiáticos que están acostumbrados a ser demasiados y a no caber en ningún sitio sino con nuestra endémica torpeza para todo lo manual, nuestras torpes listas y nuestros olvidos clamorosos. Feliz verano.
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