Mi Vespino

Descanso dominical

11 de mayo 2025 - 03:07

La semana pasada terminé divagando sobre lo doloroso que resulta a veces reírse a carcajadas, pero yo realmente había venido aquí a hablar de mi Vespino. Dejando a un lado el episodio de la embestida y el revolcón en los medios de la plaza de Madre de Dios, aquella motillo enclenque solo me dio alegrías. Ese caballo de plástico (plástico del bueno) vino a galvanizar mis días de pubertad a cincuenta kilómetros por hora, y con la ronquera de su motor me llevó a todas partes, que era justo a dónde yo quería ir. El Vespino o la Vespino -duda razonable- era el oscuro objeto de deseo de mi generación; como el ‘iPhone’ para un milenial, pero esto sí que te daba libertad. Te daba calle, viento en la cara, horas regaladas de independencia… Todo lo contrario que un móvil, ahora que lo pienso.

En cuanto a tonalidades no había mucho donde elegir. La mía era de color negro y las había también rojas y blancas. La producción de estas últimas juraría que se reservaba casi exclusivamente para niñas del Cuco y clientes habituales de El Botijo. Los de la moto negra éramos más malotes, aunque no tanto como la tribu de las Derby Variant, unos auténticos ‘outsiders’. El Vespino NL (New Look) no estaba mal, pero el NLX era otra historia. Tenía intermitentes. He de decir que, si bien algunos amigos los conservaron hasta el final de los tiempos, los propios no resistieron mis modos de conducción, vete tú a saber por qué, de manera que mi Vespino siempre estaba bizca. Para mí, eso la hacía aún más irresistible. El apagado “automático” dejó de furular un día, así que la paraba tapándole con el pie el tubo de escape y ahogando el motor. Un método infalible, santa medicina. Cansado de la sustracción y el tráfico clandestino de tapones del depósito opté por colocarle un gurruño de papel de plata y nunca más tuve que pedir prestado un tapón. De sus escasos accesorios, diría que el gurruño fue lo que más me duró. En todos esos años mi Vespino no me abandonó nunca excepto cuando, por lo que fuera, se me pasaba echarle la mezcla de gasolina y aceite y tenía que hacer piernas dándole duro a los pedales hasta la estación de servicio más cercana. Peccata minuta.

No se nos resistió ninguna frontera. Me llevó con una lealtad insobornable al Coloma, a Divina Pastora, a San Joaquín, a Pio XII, a la plaza del Caballo y, por supuesto, a casa. Conoció a mis primeros amores, disfrutó como yo de mis amigos, fuimos por carriles y avenidas. Siempre de frente. Hasta que le puse los cuernos con un Ford Fiesta verde. Quiero pensar que me perdonó. Si tú también tuviste un Vespino sabrás que nunca como entonces fuimos tan libres.

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