La Rayuela
Lola Quero
Rectores
En tránsito
Por lo que he leído, las nuevas exigencias para el registro de viajeros en los hoteles están pensadas para evitar los ataques terroristas. Ciertamente se trata de una medida muy adecuada –digna del clarividente gobierno de Pedro Sánchez–, porque como todos sabemos, lo primero que hace un terrorista es dejar su número de DNI, su dirección y su correo electrónico cada vez que se aloja en un hotel. Y además, con una información detallada sobre sus jefes y sus métodos de trabajo, claro que sí. O sea, que es muy normal –y muy necesario para el bienestar de la humanidad– que a partir de ahora tengamos que dejar en los hoteles una información detallada sobre nuestros datos bancarios y sobre las personas que nos acompañan. ¿Esposa e hijos, marido, cuñado, prima hermana, tal vez un suegro o una suegra o un compañero de trabajo o un antiguo compañero del colegio? Ah, amigos, todo eso es muy importante para nuestra seguridad, no vaya a ser que ese fornido barbudo que nos acompaña a un hotel tras una noche loca en Ibiza sea un simpático militante del Movimiento Islámico de Uzbekistán. “Ah, pillín, ¿que te creías tú que no te íbamos a tener controlado, eh? Pues nada, ya te hemos pillado”. Y encima, pretenden que nos lo creamos.
¿Cómo es posible que el Estado se haya convertido en ese mirón perverso que quiere saber todo lo que hacemos? ¿Y quién va a manejar nuestros datos? ¿Dónde se guardarán? ¿Y quién tendrá derecho a mirarlos o analizarlos? Porque estas son preguntas muy interesantes. Hay datos –nuestra tarjeta de crédito, por ejemplo, si va unida a nuestro número de DNI– que van a resultar muy golosos para mucha gente no precisamente respetable. Hay una multitud de profesionales de las malas artes –hackers, mafiosos, falsificadores, suplantadores de personalidad– que van a disfrutar con esos datos que a partir de ahora no sabemos a dónde van a ir a parar. Por no hablar de las empresas de Big Data y de analistas de marketing. Es cierto que nuestros datos ya circulan por las redes, pero esta información va a aumentar peligrosamente nuestra vulnerabilidad digital, por llamarla de alguna manera.
Pero lo más preocupante de todo es la voracidad inquisitiva del Estado: esa obsesión malsana por saber y por controlar, esa perversa pulsión por observarnos y espiarnos y vigilarnos. Se vienen tiempos interesantes, amigos.
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