Volver (y I)

Descanso dominical

08 de diciembre 2024 - 03:07

Volver sobre nuestros pasos puede ser a veces el mejor ejercicio para reconciliarnos con nosotros mismos. No hace mucho, en uno de esos días que es cotidiano hasta que deja de serlo, mis piernas me llevaron hasta la calle Lanuza y la caminata se convirtió en terapia. El exterior del número 28, mi casa, está casi intacto. Faltan los geranios que con su insolente y descarado color rojo trepaban por los balcones pintados de verde andaluz, y aunque quedarse sin geranios es mucha pérdida para cualquier fachada, me pareció que seguía siendo aquel castillo poderoso donde nada malo me podía ocurrir cuando era un niño. Nosotros vivíamos en la primera planta, subiendo cuatro tramos de escaleras de mármol, en un piso luminoso de techos altos y paredes recias, frente a la puerta de Gaby, mi primer compinche fuera del colegio, y su madre, Mari Pujazón, una mujer empoderada cuando nadie sabía que significaba eso en España y cuando serlo era una actitud más que un eslogan; los vecinos de arriba eran Pepe Vaca y sus dos hijas. Él se había quedado viudo la noche que un conductor borracho se llevó por delante el coche de su mujer en la esquina de Mariñíguez con Porvenir. Era un hombre menudo, embutido siempre en una teba vede cacería y en unas gafas de sol ochenteras, también verdosas. No recuerdo si alguna vez le vi los ojos, quizás tratara de disimular su hondo penar.

Pasé también por delante del número 13, la casa de Jacinta, la abuela de Arancha y Emilio, a los que esperábamos siempre impacientes los fines de semana cuando llegaban de Sevilla para asaltar algún centímetro inexplorado de la calle. Enfrente estaban los Medrano Lara, una familia cabal y flamenca. La abuela Pepita ha ocultado toda la vida tras los diminutivos de su nombre y su cuerpo, al fondo de sus vivarachos ojillos negros, la fuerza inconmensurable que sólo poseen las matriarcas gitanas. Por las aceras vi correr durante años a sus nietas, Pepa, Antonia y la mayor, Felipa, conocida hoy en los escenarios de medio mundo como Felipa del Moreno.

Medardo y Pedro Pablo fueron los primeros inmigrantes que conocí en mi vida. Sería a mediados de los ochenta cuando aparecieron desde Venezuela para quedarse en la pensión que regentaba su abuela en el número 15, que, con sus toldos de plástico a rayas blancas y amarillas en cada ventana, debe seguir siendo una fonda. No muy lejos de allí, en la esquinita de la calle, estaba lo que llamábamos ‘Casa Carmela’, un puesto de desavíos y chucherías que tenía montado en su casapuerta la guardiana de los chicles Cheiw y los flash de naranja y limón que aliviaban nuestros días de verano, una mujer de pocas palabras, siempre de luto excepto por su pelo blanco…(continuará)

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