Disculpa que te perdone
Juan Alfonso Romero
Eclosión de la Zambomba de Jerez: 'del pellejo a la muselina'
Descanso dominical
La casa de los ventanales fue en tiempos una fábrica de galletas, según me habían contado. Aunque llevaba años deshabitada siempre que pasaba por delante de sus dominios la curiosidad se me escurría inevitablemente y no era capaz de sujetar mi mirada que recorría de nuevo, a través del vaho añejo de los cristales, los salones huecos de aquel lugar enigmático. Supongo que buscaba algún resquicio de su pasado glorioso y dulce, alguna galleta tirada en un rincón o quizá con suerte una caja entera olvidada por los dueños en su huida. Tuvieron que irse aprisa y corriendo, probablemente por una razón de mucho peso, seguro que fue por la guerra; eso es lo que me decía la imaginación porque de lo contrario ¿quién iba a dejar una fábrica de galletas en plena calle Lanuza? Si lo tenían todo, por favor.
Subiendo por la acera vivía una señora, muy popular entre todos los vecinos, a la que apodaban ‘la Lupija’. Su sonrisa se enterraba en unos mofletes rollizos y generosos. Era agradable, pero yo tenía mucho más interés en un portal un par de números más arriba porque allí podía encontrar a mi amigo David, otro gran socio de juegos y aventuras. Su madre vendía cupones de la Once, su abuela estaba normalmente enfadada y su hermana Eva, que al principio solo me parecía un elemento más del paisaje, se convirtió con los años en la motivación más potente que podía tener uno para entrar en esa casa. La melena negra de Eva caía en cascada justo hasta la frontera sur de su espalda, si te miraba con esos ojos inmensos donde cabían todas las alegrías conocidas, estabas perdido. Tenía una foto en bañador, recuerdo, que agitaba mis párvulas hormonas como en una coctelera. La adolescencia me sorprendió mirando a aquella chica.
Me fijé en que sigue en su sitio la casita donde veía pasar los días Antonia, una mujer quizá algo más mayor que Carmela la de las chucherías. Tenía el zaguán atestado de plantas y flores, pero allí olía sobre todo a soledad, a la desesperanza que había dibujado en su rostro un gesto de melancolía y tristeza. Antonia apenas podía caminar, le ayudábamos llevándole la compra y ella nos daba cinco duros para invertirlos en la tienda de la esquina.
Así era Lanuza. En el callejero aparece como Padre Torres Silva, pero yo nunca la llamé por ese nombre. Y aunque ya no hay rastro de las bodegas que escoltaban el camino a casa perfumando el aire de amontillado, sí es posible escuchar como entonces el eco de los trenes, de las despedidas y de los reencuentros que llega desde la estación. Hace diecisiete años que no vivo allí y el otro día mis piernas me hicieron volver para descubrir que en realidad nunca me he ido.
También te puede interesar
Disculpa que te perdone
Juan Alfonso Romero
Eclosión de la Zambomba de Jerez: 'del pellejo a la muselina'
Descanso dominical
Javier Benítez
Volver (y II)
El microscopio
La historia interminable
El catalejo
Muchos líos en El Puerto
Lo último
Mapa de Músicas | El sueño de una noche de verano. Jordi Savall
Pasado, presente y futuro de Jordi Savall
Historias de Cádiz-Herzegovina | Capítulo 25
Con más vidas que un Aparcero
Dietario de España
Antonio Hernández Rodicio
El Gobierno y la lógica sopera