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Desde pequeños nos enseñan a ser unos fingidores y a evaluar los fingimientos ajenos. Es un mecanismo muy útil para tratar con los demás. La postura del cuerpo, la forma de vestir o acicalarse, la mesura en la voz, el orden en los gestos, la mirada atenta, la boca cerrada, el asentimiento, son formas de entender que debemos tomarnos en serio al que discute con nosotros, al que está con nosotros. Y lo contrario también se aplica: cuidamos lo que mostramos a los demás, o deberíamos cuidarlo, porque nadie nos conoce y nuestra forma de hablar y de movernos y comportarnos son la máscara con que nos introducimos en el mundo, las señas con que abrimos las puertas invisibles que administran nuestras vidas.
En la calle, en casa o el trabajo imponemos límites a los que no están a la altura de nuestros estándares, de nuestras costumbres, de nuestra ética. Desconfiamos del maleducado, del zafio, del que grita por costumbre, del que está enfadado de todo. No nos montaríamos en un autobús si el conductor estuviera borracho. No dejaríamos que nuestro amigo nos llevase en su coche a casa si supiéramos que se ha drogado. Si alguien nos interrumpe constantemente y no parece escucharnos en nada de lo que decimos, optamos por ignorarlo. Si un niño habla, nos sonreímos porque sabemos que el que habla es un niño. Todo esto lo olvidamos cuando cogemos el móvil. Tratamos los textos de las redes por igual, como voces puras, planas, cristales anónimos que reflejan una verdad incontrovertible. Olvidamos el cuerpo, la vida, nuestra individualidad, cuando esa voz llega a través de las pantallas. Por una suerte de magia errada tomamos la voz anónima como la voz media, la voz sin nombre como la voz de todos los nombres.
Estuvimos milenios viviendo en un entorno puramente físico, sin normas, morales, leyes, organizaciones. Los siglos nos han ido dando tradiciones, grupos, administraciones, secretos, imaginaciones, historias. Hemos ido separándonos de la dura cáscara de nuestra piel para adentrarnos cada vez más en los mundos tejidos por nuestros cerebros. ¿Tal vez nos estamos quedando sin cuerpo? ¿Estamos siendo cada vez más tan sólo huesos y pieles que caminan, que no se miran, que no se llaman, que temen molestarse a cada instante? ¿Estamos olvidándonos de nosotros mismos?
Tal vez llegue un momento en el que todo valdrá y por eso nada valdrá. Hasta entonces, la foto y el nombre que encabezan este artículo son la muestra de humanidad más básica que podemos mostrar quienes, como yo, escribimos en este campo sin límites, rodeados de lectores sin rostro y sin nombre.
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