El microscopio
La baza de la estabilidad
A plena sombra
Estaba tendiendo la ropa, mañana que ya apuntaba maneras de calor juliano. Una libélula, zapatero decimos en mi barrio, se posó brevemente en el cordel de al lado y me trajo veranos de otra época, de una azotea donde los muros, recién encalados la pasada primavera para Semana Santa, redoblaban la luz del sol, deslumbrando la mirada, que después, en el zaguán en penumbra de la casa, tendría que acostumbrarse a las sombras.
Y entré de nuevo en aquel lavadero que tenía dos lebrillos encastrados en un poyete. Eran de barro marrón brillante, sobre los que caían los chorros del agua al abrir sendos grifos con llaves de palomilla, de dorado bronce en forma de codo. Allí me entretenía las horas haciendo guerras de barcos. Cáscaras de nueces abiertas con cuidado en dos mitades, en el fondo de cada una ponía un pegotito de plastilina para sujetar un palillo de dientes con un trozo de hoja de papel de un cuaderno del cole, recortada en cuadros para hacer las velas. Mirando de reojo a las partes altas de las paredes por si aparecía una salamanquesa, cabeza gorda y cuerpo plano, que decía mi abuela que si me escupía en la cabeza me quedaba calvo.
Tiempos más pausados, más silenciosos. Las sábanas blancas, entrecomilladas por alfileres de madera, se elevaban como banderas estivales de paz, aupadas por las trancas, palos de madera para levantar los cordeles, entonces a la altura de las mujeres, que eran las que lavaban la ropa. Abajo, tirado en el suelo del salón, disponía mis compañías de soldados de plástico, de indios y vaqueros, de ciclistas de colores que salían en los sobres de 1 peseta que compraba en el quiosco de la plazoleta, fortín de maderas blancas y verdes, tapizado de revistas y tebeos. Suelo fresco de viejas losetas hidráulicas, techos altos, ventanales protegidos del calor por persianas de madera pintadas de verde. No había aires acondicionados, todo lo más un viejo ventilador de hierro, Numax. Ni tantos coches en las calles, calentando el ambiente con sus motores, casi fundiendo sus gomas de las ruedas con el asfalto, la nueva marea negra que inundó nuestras calles, creando vapores en la lejanía como espejismos del desierto. Junto a la ventana, rejas tapizadas en rojos y verdes de geranios y gitanillas, el búcaro prevenido de agua refrescada en el vientre de barro.
El zapatero inició su vuelo de alas transparentes, ojalá lo hagan invisible a los buches hambrientos de las golondrinas que dan vueltas incansables sobre los tejados y las azoteas.
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