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La ley de dependencia, impulsada por el presidente socialista José Luis Rodríguez Zapatero, tuvo una virtud y un defecto. La virtud es que se reconoció por primera vez la necesidad de añadir una nueva y cuarta pata al Estado del bienestar, que hasta esa fecha se constaba sólo de tres: sanidad, educación y servicios sociales. El gran aumento de la esperanza de vida (tanto en ancianos como en personas con enfermedades crónicas o con secuelas de accidentes traumáticos), la progresiva desaparición del modelo de familia amplia en el que convivían con naturalidad tres generaciones y, en general, los nuevos usos y costumbres, habían generado una sociedad con miles de personas dependientes a las que, debido a sus limitaciones económicas y las de su familiares, no se podía atender con la debida eficacia. El defecto de la ley fue que su ambición no fue respaldada de los fondos económicos necesarios, algo que se agravó con la llegada de la crisis económica poco después de la aprobación de la ley.
Poco a poco, estas limitaciones han ido disminuyendo, pero queda mucho por hacer. Como informa hoy este periódico, los andaluces dependientes tardan una media de dos años en recibir las prestaciones o los servicios a los que tienen derecho, lo que sitúa a nuestra comunidad en la tercera por la cola en esta cuestión, sólo por delante de Extremadura y Canarias. En total son 74.000 personas las que están pendientes de recibir una ayuda ya aprobada, mientras que 48.000 están a la espera de una valoración. Evidentemente, estamos ante unos números que no pueden ser satisfactorios.
Ante esta situación, la Junta de Andalucía va a destinar 1.300 millones a políticas de dependencia durante 2020, 39 millones más que el pasado año. Es un esfuerzo económico que hay que aplaudir y que se debe sostener en los próximos años. Pero además hay que aumentar la eficiencia en los servicios encargados de esta prestación. Hoy en día, sin cumplir la ley de dependencia, no se puede hablar de Estado del bienestar pleno.
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