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La política española se desliza por una pendiente de crispación y radicalidad que hace que se enciendan todas las luces rojas. La respuesta dada por la Moncloa al discurso –encendido, desabrido y vehemente como todos los suyos– del ex presidente José María Aznar en el que llamaba a una movilización social contra la amnistía que el Gobierno está dispuesto a negociar para lograr la investidura de Pedro Sánchez echa más leña al fuego. La ministra Portavoz, Isabel Rodríguez, no dudó en calificar de golpista la intervención de Aznar, haciendo un uso frívolo y atrabiliario de un adjetivo que sí cabría aplicar a alguno de los posibles socios del candidato Sánchez, como es el caso de Puigdemont. El tono utilizado por el ex presidente seguro que admitía críticas más razonadas y sosegadas y las comparaciones con la lucha contra ETA sobraban, pero el Gobierno ha decidido elevar el diapasón convencido de que el ruido le permite maniobrar en la sombra con más comodidad. Lo expresado por Aznar responde al creciente clima de rechazo social que está generando la posibilidad de que los principales protagonistas de la intentona secesionista de 2017 en Cataluña sean amnistiados. Y que esa amnistía sea, simplemente, una moneda de cambio para la investidura. Sería un hecho de una gravedad sin precedentes en la democracia española, como se han encargado de subrayar en las últimas semanas personalidades de todo el espectro político. En esta situación no cabe sorprenderse de que se produzcan llamamientos a la movilización social, o de que el principal partido de la oposición, como ya ha hecho, convoque una protesta pública para hacer evidente ese desacuerdo. Aceptar la amnistía como un hecho consumado no es una opción. Pero, aunque cabe el debate, por las propias características de los temas a discusión, conviene recuperar cuanto antes un tono moderado propio de una democracia consolidada y seria, algo en lo que el Gobierno tiene una responsabilidad evidente.
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