Editorial
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A siete días vista de la fecha fijada para la celebración de un referéndum ilegal en Cataluña, suspendido por el Tribunal Constitucional, los acontecimientos de los últimos días, en los que los grupos secesionistas han optado por las movilizaciones en la calle como respuesta a la acción de la Justicia para restaurar la legalidad, nos trasladan a uno de los peores escenarios posibles. A estas alturas, es difícil presagiar una vuelta a la cordura por parte del presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont. Su resistencia a aceptar que la consulta que promueve es inasumible por cualquier Estado democrático le ha llevado a emprender una huida hacia delante sin reparar, no ya en las consecuencias personales para él, sino en el daño social y económico que ya ha causado a una de las comunidades punteras de la Unión Europea. Cataluña es hoy una comunidad fracturada y amedrentada, en la que los grupos más radicales intentan imponer su voluntad al resto. Aun así, hay que esperar y exigir al partido que lo sustenta, el PDeCAT, que sea capaz de detener esta carrera hacia el precipicio. Los designios de un puñado de políticos que se creen iluminados no pueden prevalecer sobre la ley y la razón. Ante esta tesitura, el Gobierno español debe actuar con firmeza pero a la vez con inteligencia. El sucedáneo de referéndum no puede celebrarse. Hay que esperar que prosigan las medidas que finalmente conviertan en inviable técnicamente la consulta. Ningún representante de un gobierno autonómico en España puede asomarse a un balcón y proclamar unilateralmente una república. Es fácil presuponer que a medida que se acerque el 1-O las provocaciones y la tensión pueden aumentar. De ahí que haya que aplaudir el envío de 6.000 policías y guardias civiles de refuerzo para velar por el cumplimento del orden constitucional. Una democracia consolidada como la española no puede aceptar que unos sediciosos busquen la impunidad con el amparo de una turba. Pero la legitimidad de los que defienden las reglas de convivencia que nos hemos dado los españoles permite modular la respuesta en cada momento, a sabiendas de que el tiempo corre a su favor. Esta realidad tampoco debe hurtar la evidencia de que existe un problema político que hay que afrontar cuando se restablezca la normalidad institucional. La iniciativa del PSOE, merecedora del respaldo del PP, de crear una comisión en el Congreso para estudiar el modelo territorial es un buen punto de partida. No se debe rehuir ningún debate, por más complejo que se presente, ni temer una reforma de la Constitución de 1978. Pero el objetivo no puede ser otro que buscar un acuerdo que garantice el encaje y la convivencia entre todos los españoles sin distinción.
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