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Joe Biden ha entendido, por fin, este domingo que él era el problema y que, en ningún caso, podía ser la solución. Lo ha hecho quizás demasiado tarde y sólo después de que su salida fuera un clamor en el Partido Demócrata y de que referentes tan destacados como el ex presidente Barack Obama se convirtieran en avisadores de que la catástrofe podía ser histórica en las elecciones de noviembre. Muchos dirigentes de ese partido casi dan la Presidencia por perdida, pero confían en que la salida de Biden les permita mantener una posición influyente en la Cámara de Representantes. El todavía presidente ha hundido las expectativas de los suyos por aferrarse más tiempo del que hubiera sido admisible a una posibilidad de reelección que tenía imposible. No tanto por su edad, sino por su estado físico y mental que se había puesto de manifiesto en demasiadas ocasiones en los últimos meses. Ello se unía, además, a una trayectoria de Donald Trump que parecía impulsada por un cohete y que se vio todavía más reforzada tras salir indemne de un atentado que estuvo a punto de costarle la vida. Parece muy difícil que a Trump se le escape un regreso triunfal a la Casa Blanca. Pero a los demócratas se les abre, con Kamala Harris, si finalmente es la candidata designada, la posibilidad de agitar la campaña y, sobre todo, de introducir un aire nuevo que pueda llevar a las urnas a muchas personas que no iban a votar a Trump pero que tampoco querían a Biden en la Presidencia de su país. El hecho de que pueda ser la primera mujer estadounidense, y además de raza negra y surasiática, elegida para este cargo abre incógnitas que no se resolverán hasta que llegue el día de ir a las urnas. La sociedad estadounidense es especialmente conservadora en algunos aspectos. En cualquier caso, la salida de Biden supone un revulsivo que ha sido acogido con un suspiro de alivio en los principales gobiernos occidentales y de forma muy particular en la Unión Europea.
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