Editorial
La sanidad y el Presupuesto
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El alejamiento del rey Juan Carlos del territorio nacional es una anomalía institucional a la que conviene poner fin. La decisión de la Fiscalía de archivar definitivamente las investigaciones sobre su patrimonio y, por lo tanto, exonerarlo de cualquier responsabilidad penal supone un punto de inflexión que sería conveniente aprovechar para solucionar una situación que no beneficia a la Corona. Felipe VI acertó cuando marcó claras distancias con los comportamientos de su padre tan pronto como se conocieron las noticias sobre sus actuaciones financieras. El hecho de renunciar a la herencia paterna que pudiera corresponderle fue altamente significativo de dónde colocaba el Rey los límites éticos a los que están obligados los miembros de la Familia. Como tampoco dudó en apartar a su hermana Cristina como consecuencia del comportamiento de su marido. Desde que llegara al trono en 2014 tras la abdicación de su padre, el reinado de Felipe VI ha sido un modelo de austeridad, de compromiso con el Estado y de un comportamiento ejemplar, que ha permitido superar el deterioro que sufrió la Monarquía como consecuencia de comportamientos poco ejemplares. Ahora, con la decisión de la Fiscalía, quedan claras algunas cosas: ciertamente, Juan Carlos, según el relato del Ministerio Público, cometió irregularidades fiscales que están prescritas o quedan amparadas por la inviolabilidad penal de la que gozó hasta su renuncia, y las conductas posteriores a esa fecha quedan sin reproche penal por la regularización fiscal que presentó. Por lo tanto, no hay motivos legales ni institucionales que aconsejen que el padre del jefe del Estado viva una especie de exilio, privando a un ciudadano en plena posesión de sus derechos del de residir en su país. Tendrá que ser el actual Rey, dentro de sus funciones de jefe de la Familia, el que determine cómo y cuándo conviene ese regreso. Pero cuanto antes deje la Corona atrás estos episodios mejor para ella y mejor para el Estado.
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