Editorial
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LA constatación de que las playas del litoral andaluz se han convertido en lugares de concentraciones de jóvenes que quieren seguir divirtiéndose cuando el ocio nocturno reglado cierra sus puertas a las dos de la madrugada obliga a que las administraciones actúen porque es en ese rango de edad, entre 18 y 30 años, donde mayor incidencia tienen los contagios de Covid-19 en este momento. En su última revisión de las medidas que todavía restringen la vida por motivos sanitarios, la Junta de Andalucía, asesorada por el comité de expertos, instó a los ayuntamientos a tomar las medidas que aseguren el cierre de las playas entre las 23:00 y las 07:00 del día siguiente. Las playas, como demuestra la crónica de lo que ocurre cada madrugada estival en las calas de Caños de Meca, en Barbate (Cádiz), se han convertido en refugio de fiestas ilegales donde el virus se mueve sin control. Por ello, la medida que insta el Gobierno andaluz parece tener toda la lógica sanitaria. Pero quizás no tanto desde la perspectiva administrativa y política.
Tanto el Gobierno central, que es el competente en orden público, a través del Ministerio del Interior, como el Ejecutivo autonómico, están trasladando a los ayuntamientos un problema que difícilmente pueden atajar con los medios con los que cuentan las corporaciones locales. Las plantillas de las policías locales no están pensadas para mantener cerrados los más de 800 kilómetros de costa que tiene Andalucía durante toda la noche. No es de extrañar por ello, que desde el mismo momento en que se conoció la decisión de la Junta, a última hora del pasado martes, y tras su publicación en el BOJA del miércoles pasado, muchos ayuntamientos hayan señalado que no van a acatar el cierre de las playas. La Junta, cuya desescalada ha quedado en entredicho, no puede dejar en manos de los consistorios el cumplimiento sin más. Ni el Ejecutivo de Madrid puede seguir desentendiéndose de la gestión de las medidas reales de la pandemia. Porque eso no es cogobernanza, sino dejación de competencias. La quinta ola del coronavirus avanza sin control y las administraciones tienen la obligación de evitar las consecuencias sanitarias y económicas.
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