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En los términos en los que está planteada, la amnistía, como en su día lo será el referéndum de autodeterminación, no deja de ser una cuestión moral. Más incluso que un asunto político o jurídico. El perdón a los que dirigieron y protagonizaron el golpe separatista de 2017 responde única y exclusivamente a que los votos de sus diputados en el Congreso son imprescindibles para configurar la mayoría que pretende Pedro Sánchez. Es un precio político, no el resultado de un planteamiento ideológico que llegue a la conclusión de que con la puesta en marcha de esa medida se avanzará en la solución del denominado conflicto catalán o se cerrarán las grietas que supuestamente el procés abrió entre Cataluña y España. Todo lo contrario. Hasta que se conocieron los resultados del 23 de julio el discurso imperante en el presidente del Gobierno y en su partido era que la amnistía no cabía en la Constitución y que el futuro del fugado Carles Puigdemont pasaba de forma inexorable por dar cuenta ante la Justicia de los delitos cometidos. Se trata pues de una maniobra política cuyos resultados tienen una gravedad que no se puede obviar. Así las cosas, es pertinente preguntarse si no se debería llamar a los ciudadanos para expresar en las urnas su respaldo o su rechazo. No se trata de una cuestión menor, sino de algo que afecta a la médula del sistema democrático. La convocatoria de elecciones sería la única salida ética al conflicto que se ha planteado. No hay que ser un conocedor profundo de los entresijos de la actual situación española para saber que, en este caso, las cuestiones éticas quedan en un segundo o tercer lugar y que el acuerdo de investidura se firmará al precio que sea. Pero no está de más reivindicarlas porque con ello se pone de relieve el valor y la utilidad de la política.
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