Editorial
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La cumbre de líderes de la Unión Europea, que ayer concluyó en Granada, sirvió para constatar la realidad de una institución que da muestras de decadencia. Apenas aspira a subsistir, acuciada por las distintas crisis que azotan el mundo y que le exigirían una capacidad de liderazgo para dar respuestas eficaces y a tiempo. Pero una vez más se muestra incapaz de avanzar en la toma de decisión para combatir los problemas y opta por rehuir cualquier decisión de calado que pueda contribuir al auge de unos populismos que ya la erosionan desde dentro. El Gobierno de España había planificado este encuentro informal en la confianza de que serviría para dar el espaldarazo definitivo a una debate candente desde hace varios años: la necesidad de los Veintisiete de aumentar las adhesiones de nuevos países del este para lucir en un solo organismo el nombre de Europa en su máxima extensión. Más si cabe tras la invasión de Rusia a Ucrania. El resultado final es sencillamente decepcionante. No ha habido manera de sortear al elefante en la habitación. El problema de la inmigración ha anulado cualquier otro debate. El control de las fronteras, la lucha contra las mafias o el acuerdo con los países de origen y en tránsito han centrado las discusiones. Pese a esta línea dura contra la inmigración irregular que parece imponerse, los mandatarios de Polonia y Hungría se han despachado con gruesas palabras para descalificar el pacto alcanzado sin unanimidad la pasada semana por los ministros del Interior y en el que se acordó un reparto de cuotas para acoger a los solicitantes de asilo. Así que la declaración final de Granada evita una mínima mención a este espinoso asunto que ha acaparado la mayor parte de los debates. El documento queda por tanto descafeinado y se limita a verbalizar la apuesta de la UE por sumar nuevos socios cuando cumplan las condiciones y emplaza a la presidencia de Bélgica en el primer semestre de 2024 para proseguir en esa senda. Un exiguo balance que retrata la pobre realidad de esta UE.
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