Editorial
Tragedia y devastación
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Un mes después de que empezara la invasión de Ucrania, Vladimir Putin no ha cumplido ninguno de sus objetivos militares ni políticos y, por si esto fuera poco, ha logrado unir en una causa común a un Occidente que aparecía lastrado, como factor de poder en el mundo, por sus divisiones internas y por la postergación de sus políticas de defensa. Ni siquiera la alianza estratégica con China le ha funcionado al sátrapa de Moscú como había planeado. Las tropas rusas están empantanadas en suelo ucraniano, sin haber tomado ni una sola de las grandes ciudades del país ni haber neutralizado al presidente Volodimir Zelenski, convertido de pronto en un símbolo mundial de la lucha por la independencia y la dignidad. Desde el punto de vista operativo, la invasión ha resultado un fiasco. Putin se ha empeñado en una guerra territorial en la que ha minusvalorado la capacidad de resistencia de los ucranianos, aunque ha sembrado todo el daño a la población civil y toda la destrucción que ha podido. Las imágenes que llegan a diario dejan evidencia del martirio que están soportando ciudades donde hasta hace poco se trabajaba y se vivía con absoluta normalidad y el drama humano que está suponiendo el éxodo de millones de personas obligadas a huir dejando atrás todo lo que ha sido su vida. Al mismo tiempo, Putin ha logrado lo que parecía imposible hace sólo unas semanas: unir en un empeño común a Occidente, dar una nueva vida a una organización renqueante y que nadie se tomaba demasiado en serio como la OTAN y, sobre todo, convencer a los europeos de que una política común de seguridad y defensa no es menos importante que la de integración económica. Nadie puede ahora anticipar cuál va a ser la evolución del conflicto ni qué consecuencias puede tener para el mundo. Pero lo que sí se puede ya asegurar es que Putin se equivocó lanzando su salvaje ataque contra Ucrania y que el mundo libre y democrático está dispuesto a responder al desafío.
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