El independentismo pierde la calle

Después de perder los votos, el último reducto que le quedaba al independentismo catalán para exhibir su fuerza era la calle. Y la realidad del último 11 de septiembre se puede acotar en una cifra: las 60.000 personas que, según la Guardia Urbana, acudieron este año a la manifestación de la Diada en Barcelona. Un discreto número que demuestra hasta qué punto el hastío por la utópica causa ha calado incluso entre sus más recalcitrantes defensores. Lejos quedan los casi dos millones de asistentes que se movilizaron en 2014 en torno al llamado procés. Incluso los más de 110.000 que se dieron cita el año pasado en esta fiesta catalana. La factura tras demasiados años de huida hacia delante con la liebre del enfrentamiento contra “el Estado español”. Ya ni siquiera se sienten atraídas las generaciones más jóvenes, preocupadas por el día a día de sus problemas terrenales, como el trabajo o la vivienda, que de las ensoñaciones que promete el mundo feliz de los independentistas. El sentido común que tanto se echaba en falta se impone por fin. Se podría resumir como epílogo a tres lustros de continuos desafíos. Pero el escenario no es tan ufano. La derrota en las urnas de Junts y ERC y la crisis existencial que sufren los dos partidos, con sus líderes anclados en el pasado, no se compadece con la asunción de algunos de sus principales postulados por parte del PSC como pago previo para gobernar la Generalitat. El concierto, el cupo o la singularidad de la solidaridad catalana, que deriva del oscuro pacto de financiación alcanzado con los republicanos, es el más vivo ejemplo de la pervivencia del imaginario económico del independentismo, justo en su momento más bajo. Por eso hay que felicitarse del paulatino declive del nacionalismo excluyente en Cataluña, que también ha perdido el bastión de la calle, pero resulta absurdo que justo ahora pueda conquistar uno de sus principales objetivos.