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El Gobierno central y la Junta de Andalucía pusieron fin ayer a un largo, absurdo y estéril conflicto en torno al futuro del Parque Nacional de Doñana. Tras meses de discretas negociaciones, la vicepresidenta Teresa Ribera y el presidente Juanma Moreno pusieron su firma a un pacto que, de momento, tiene la virtualidad de desactivar la guerra abierta en torno a una de las reservas naturales más importantes de Europa y deja sin efecto la proposición de ley, que nunca debería haber llegado al Parlamento andaluz, que contemplaba la legalización de regadíos en la corona norte del parque. Si tenemos en cuenta que hace pocos meses lo más suave que llamaba Ribera a Moreno era “señorito” y que desde la Junta se tachaba a la vicepresidenta de “mentirosa”, no hay duda de que la mera existencia del acuerdo y las imágenes de ambos paseando amigablemente por Doñana es algo que hay que aplaudir. Sobre todo, si se tiene en cuenta que este es el primer gran acuerdo al que llega una administración del PSOE con otra del PP en esta legislatura y que se produce, además, cuando todavía está muy alto el ruido que ha producido el debate de investidura y las cesiones de Pedro Sánchez a los nacionalistas vascos y catalanes. El pacto supone un refuerzo en la protección de la reserva natural en unos momentos especialmente complicados por las consecuencias de la sequía y del cambio climático. Las medidas proteccionistas se ven complementadas por un plan de inversión para ayudar a los agricultores que se vean perjudicados por las restricciones de riegos y de otro para impulso económico en el entorno del Parque por un importe global de 1.400 millones. Pero más allá de las medidas concretas, Junta y Gobierno demuestran con este pacto que cuando hay voluntad de entendimiento es posible llegar a acuerdos. Es tan fácil como abandonar las anteojeras ideológicas, alejarse de la crispación y poner el bien común por encima de los intereses de partido. Esta es, fundamentalmente, la lección de este pacto.
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