Editorial
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El anuncio realizado por la vicepresidenta del Gobierno valenciano, Susana Camarero, de que por ahora no habrá dimisiones por la pésima gestión de la DANA, llena de perplejidad a la ciudadanía y abunda en la pésima imagen de la clase política española. En una democracia, la dimisión es la herramienta fundamental que tienen los responsables públicos de admitir sus errores y de dar una oportunidad para que gentes con mayor competencia y capacidad arreglen los desaguisados provocados por una mala gestión. Que personas que han demostrado una incapacidad absoluta por manejar una emergencia que terminó provocando más de 200 muertos crean que su permanencia en el puesto es importante para la solución de los problemas resulta paradójico y ridículo. Más allá de eso, la permanencia de algunos altos cargos de la Administración valenciana en sus puestos es un importante lastre para la labor de oposición a nivel nacional de su partido, el PP.
La negación de dimitir no es algo nuevo en la política española ni exclusivo del PP. También se echan de menos de algunos altos cargos de la Administración central cuyas actuaciones durante y después de la DANA están también puestas en cuestión.
Es fundamental comprender que las peticiones de dimisión de los políticos por parte de la sociedad no es una cuestión de venganza política, sino una catarsis necesaria tanto práctica como simbólicamente. Por eso es importante que los partidos la exijan atendiendo a los principios de prudencia y responsabilidad. Por desgracia, en España, estamos acostumbrados a peticiones de dimisión que responden más a estrategias de desgaste político del adversario que a una necesidad real para el buen funcionamiento del país o la honorabilidad de las instituciones. No es el caso de Valencia, donde las dimisiones están más que justificadas. Demasiado están tardando.
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