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LA conmoción que ha provocado en todo el mundo la muerte del papa Francisco vuelve a demostrar que la Iglesia Católica sigue siendo una autoridad moral, incluso en aquellos países donde el cristianismo romano no es mayoritario. Ninguna otra religión tiene el peso global del catolicismo y pocos líderes religiosos marcan tanto la espiritualidad global como el Papa. Nos equivocaríamos si pensásemos que este impacto se debe en exclusiva a la personalidad del papa Francisco. Con el óbito de Juan Pablo II (un Sumo Pontífice aparentemente muy diferente al recién fallecido) se produjo el mismo fenómeno, incluso aumentado. Por lo dicho, la elección de un Papa es un asunto que interesa a todo el mundo, independientemente de su filiación nacional y religiosa. Sin embargo, hay que respetar la independencia de la Iglesia y el Estado Vaticano y su derecho a dirigir su propio rumbo. En estos días se observa un intento de algunos medios y algunos políticos (en España es más que evidente) de reducir la sucesión del Papa a una simple batalla más entre progresistas y conservadores, un esquema que ya hemos visto aplicar estérilmente en la Justicia y en otros muchos aspectos de nuestra vida pública. Es evidente que en la Iglesia Católica existen diversas sensibilidades ante los muchos retos planteados en el mundo, pero pretender reducirla a un mero ring polarizado es un enorme error de apreciación. Ante todo, lo que se va a decidir en estos días, una vez que hoy se dé sepultura a Francisco, es el líder espiritual de los católicos. Es cierto que el Sumo Pontífice se posicionará sobre algunos asuntos de medio ambiente, política internacional, bioética o moral sexual, pero sobre todo será el encargado de mantener y extender el mensaje de Jesucristo, un mensaje que se emitió hace más de 2.000 años, cuando aún no existían. Esto es lo que verdaderamente les preocupa a los verdaderos católicos y no las batallas políticas.
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