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La credibilidad del Gobierno ante la opinión pública ha caído tan bajo que los desmentidos a una supuesta negociación con los separatistas catalanes sobre un referéndum de autodeterminación parecen más frutos de un guion que de la realidad. Pedro Sánchez y su partido se han especializado en los últimos meses en rebasar todas las líneas rojas que ellos mismos se imponían, desde la amnistía a una verificación internacional de sus pactos, y todo lo ocurrido desde las elecciones de julio permite adivinar que esa política de cesiones no ha cambiado. La convocatoria de elecciones autonómica en Cataluña ha hecho que Esquerra y Junts hayan entrado en competición por situarse como el partido que más ha podido sacar del Gobierno de Madrid. La consecución de un pacto fiscal que privilegiaría la financiación de Cataluña y el referéndum pactado que permitiría legalizar un proceso de secesión son las reivindicaciones que ya están encima de la mesa tras la consecución de la amnistía. Lo que menos importa a sus promotores es que estas propuestas estén al margen del ordenamiento constitucional. Los inspectores de Hacienda han recordado que el cupo catalán no tiene encaje porque conculcaría los principios de igualdad, solidaridad y justicia. Sobre el referéndum hay pocas dudas de lo que supondría de cuestionamiento de la cohesión nacional y la soberanía. Las dos posibilidades han sido negadas por portavoces socialistas. El problema es que esas negativas carecen del más mínimo crédito después de lo que ha ocurrido los últimos meses. El único criterio que ha utilizado Pedro Sánchez a la hora de sentarse con sus socios nacionalistas ha sido su propia conveniencia y el único objetivo, asegurar su continuidad en la Presidencia del Gobierno. No hay elementos para pensar que se ha entrado en una nueva etapa, sino más bien todo lo contrario.
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