Editorial
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La crisis catalana ya ha producido uno de sus primeros efectos a largo plazo más allá de la agitación que hemos vivido los españoles durante estas complicadas semanas. Dentro de la respuesta del bloque constitucionalista al órdago independentista, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, y el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, dieron ayer a conocer su acuerdo para reformar el próximo año la Constitución Española, para lo cual van a activar inmediatamente la comisión para la evaluación del Estado autonómico que ya está registrada en el Parlamento y que tendrá una duración de seis meses. Una vez acaben los trabajos de este grupo se abrirá el debate de la reforma de nuestra Carta Magna.
Aunque todavía no se ha dicho explícitamente, a nadie le cabe duda de que dicha reforma se acometerá, fundamentalmente, para "mejorar el encaje de Cataluña en España" -lugar común que se ha establecido con fuerza en el lenguaje político del país-, lo cual no significa que no pueda aprovecharse también para mejorar un Estado autonómico en su conjunto ya que ha empezado a dar importantes señales de fatiga. Cataluña demanda, fundamentalmente, mejoras en la financiación y en el autogobierno y, aunque complicado, seguro que se puede llegar a un acuerdo satisfactorio para todos los territorios. Es cuestión de negociar sin maximalismos ni agravios acumulados. Ahora bien, en ningún momento se debe permitir que bajo la excusa de una reforma constitucional se ahonde más en la brecha entre el norte y el sur de España, se quiebre la solidaridad entre las regiones o se concedan privilegios extras a unas determinadas comunidades históricamente conflictivas.
Está bien que los principales partidos constitucionalistas impulsen la reforma de la Carta Magna, pero de nada servirá ésta si no se consigue que la aprueben los sectores moderados y pactistas del catalanismo, los que antes del procés eran mayoría en el amplio y complejo espectro nacionalista catalán. Si no de nada serviría y el conflicto catalán volvería a dar tarde o temprano la cara. Es el momento de estar a la altura, de sacrificar las ideas más duras de cada uno para poder volver a llegar a grandes acuerdos para construir un país que, al menos en lo esencial, esté sólidamente unido. Nuestros padres lo hicieron en el 78. Ahora nos toca a nosotros la tarea.
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