Editorial
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La Iglesia Católica escribió ayer el último capítulo del pontificado de Francisco. El funeral y posterior entierro del primer Papa latinoamericano citó en el Vaticano a las delegaciones de 160 países y a un ramillete de los principales líderes mundiales, entre ellos jefes de Estado y de Gobierno claves en la gobernanza global. España estuvo muy bien representada, con el rey Felipe a la cabeza, la reina Letizia, así como dos vicepresidentas del Gobierno –María Jesús Montero y Yolanda Díaz–, el ministro de la Presidencia –Félix Bolaños– y el jefe de la oposición, Alberto Núñez Feijóo. La única diferencia con el último sepelio de un Papa en ejercicio, el de Juan Pablo II en 2005, es que esta vez el presidente del Gobierno en ejercicio, Pedro Sánchez, decidió borrarse, pues entonces asistieron tanto el presidente del Ejecutivo, José Luis Rodríguez Zapatero, como su opositor, Mariano Rajoy. En un momento en el que el mundo está viviendo un preocupante giro, protagonizado en buena medida por uno de los asistentes al funeral, Donald Trump, no se entiende que el máximo representante del Gobierno de España no estuviese. Las escasas explicaciones que ha dado el Ejecutivo se remiten a que el Estado ha estado perfectamente representado, y es absolutamente cierto, pero ninguna razón se ha esgrimido para justificar otras obligaciones de Sánchez. La ceremonia de la plaza de San Pedro de Roma fue más que un sepelio de un Papa católico, pues supuso una concentración poco común de líderes en un momento político clave. De hecho, hubo reuniones bilaterales y gestos de complicidad entre líderes, por lo que no se explica la ausencia de Pedro Sánchez.
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