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Ni España está en riesgo inminente de ruptura como consecuencia de los pactos de Pedro Sánchez con el independentismo catalán ni la democracia se va a resquebrajar. Pero sería no ver la realidad ignorar que lo que ha ocurrido en los últimos meses y ha culminado esta semana con el debate de investidura en el Congreso no va a salir gratis. De entrada, la agitación política ha crispado y polarizado a la sociedad como hacía años que no se veía. Las manifestaciones del pasado domingo en toda España y las protestas promovidas por la ultraderecha ante el Congreso o las sedes del PSOE son un termómetro de ello. Pero también se ha producido un deterioro institucional que se traduce en la oposición expresada por el Poder Judicial al contenido de esos acuerdos y, en especial, a la amnistía para los responsables de los sucesos de 2017, incluso para delitos no conectados con ese proceso. El hecho de que el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Supremo y todas las asociaciones de jueces y fiscales hayan visto invadidas sus funciones y cuestionada su independencia causa daño a los cimientos del edificio democrático. El balance de lo ocurrido después del 23 de julio no puede ser, por tanto, más negativo. Tenemos una sociedad más dividida y un Estado más débil desde el punto de vista institucional. La política no ha cumplido su función. Todo lo contrario, ha actuado como un agente disgregador. Ello ha sido así porque España sufre desde hace ya demasiado tiempo un deterioro de la calidad de su democracia y un empobrecimiento de sus liderazgos. Los pactos de Sánchez, pero también la actuación del PP con respecto a Vox tras las elecciones autonómicas y municipales, lo ha puesto dramáticamente de relieve.
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