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Desde que el entonces presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero la convirtiese en uno de los leitmotiv ideológicos de la izquierda, la llamada Memoria Histórica pasó a ser uno de los principales puntos de fricción de la política española, dejando ver claramente que las viejas heridas de la Guerra Civil, lejos de estar definitivamente cicatrizadas, siguen abiertas en el subconsciente nacional. Es triste reconocerlo, porque nos retrotrae a un pasado cainita y en extremo violento, pero hoy por hoy las polémicas en torno a la Memoria Histórica se viven con especial intensidad y acritud, como se puede observar cada vez que surge el debate en los medios de comunicación o en las cámaras de representación política. Parece que todo el esfuerzo de reconciliación que hicieron los hijos de los protagonistas de la contienda -la generación que hizo la Transición- haya sido derrochado por los nietos, que viven el pasado trágico de España con mucha mayor parcialidad. Ante esta situación es urgente que la clase política, independientemente de su color, llegue a un acuerdo definitivo que nos permita volver a mirar al futuro sin el lastre de un pasado fratricida. Para ello es necesario diferenciar muy claramente dos aspectos de la llamada Memoria Histórica. Por una parte está la búsqueda de los cuerpos y la reparación moral de todas las víctimas de la Guerra Civil y la represión posterior. Como han dicho el papa Francisco y numerosos órganos internacionales, España no puede seguir teniendo a las víctimas del franquismo enterradas en las cunetas. Es una obligación de las administraciones hacer lo posible para acabar con esta injusticia que debería avergonzarnos como pueblo. En este sentido, reconforta escuchar al nuevo Gobierno andaluz (formado por PP y Cs) que la Junta seguirá apoyando económicamente la búsqueda de las fosas comunes y la exhumación de los restos que allí se encuentren. Sin embargo, la otra pata de la Memoria Histórica es mucho más conflictiva. Es aquella que intenta dictar una verdad histórica desde la política, de dar una versión partidaria de la Guerra Civil que, además, debe ser enseñada en la escuela. El Gobierno promete ahora una Ley de Concordia que sustituya a la actual Ley de Memoria Democrática, pero aquélla nunca podrá hacer honor a su nombre si no cuenta con el plácet de todos los partidos. La solución puede estar en la combinación de un gran y definitivo acuerdo para localizar y exhumar a todos los represaliados republicanos con la devolución de la interpretación histórica -que por su propia naturaleza es plural- a los profesionales de la misma y al debate intelectual, pero nunca político.
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