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Estuve en Cuba con una de las brigadas revolucionarias sevillanas de principios de los 2000. Aquellos eran buenos años en la isla; había pasado el periodo especial y el partido vampirizaba el petróleo venezolano, que llenaba los motores chinos y reactivaba, por breve tiempo, una economía destrozada. Recuerdo que las carreteras de Cuba estaban sembradas de retratos gigantes de Chávez. Gozaban los dos comandantes los mejores años de su amistad. Aquel en que yo estuve fue el último de gobierno directo y exposición pública digna de Fidel Castro; luego llegó, con la enfermedad rectal, venganza de los pobres pájaros de las UMAP, el chándal de Adidas. Había cierta prosperidad, eso es así; y nosotros debíamos ser testigos, así que nos enviaron a un pueblo que se llama Güines, cerca de La Habana, y allí nos tuvieron entretenidos con tareas recreativo-revolucionarias y visitas a clínicas, pero todo muy relajado porque eran los días de la fiesta nacional, el 26 de julio, en que los cubanos celebran el asalto al cuartel Moncada en 1953. Nos habían prometido llevarnos al discurso de Fidel, que iba a ser en Bayamo, creo, pero al final colaron a una brigada de Batasuna, y nosotros tuvimos que verlo en la tele de la casa de Güines, que iba con retardo y tenía interferencias. La gente aplaudía en la casa de al lado unos segundos antes de que en la nuestra sonara la frase heroica; todo tenía un aire de extraña premonición futbolística, aunque nadie entonces, y menos los convencidos revolucionarios, podía imaginar la desgracia que esa misma tarde, en un avión, dejaría malherido hasta su muerte al comandante. Como luego supimos por WikiLeaks, en pleno vuelo sufrió una hemorragia a consecuencia de una inflamación que afectaba al intestino grueso y al colon y se negó, una vez en tierra, a operarse como Dios manda. Se podría decir que Fidel empezó a morir ese 26, pero la verdad es que la agonía se alargó diez años.
A aquel viaje llevamos una botella de vino que no recuerdo, pero que era muy bueno. Alguien, creo que Lolo Silva, nos había dicho que el entonces jefe de la juventud comunista –que tenía como cincuenta años– era un amante del vino y que, si le regalábamos uno verdaderamente superior, había posibilidades de que lo degustara con Fidel. A Fidel le gustaban mucho los vinos españoles, y a mí me habían llegado, imagino que a través de la misma fuente, declaraciones que certificaban al auténtico enólogo que vivía bajo las barbas del tirano. Nos presentamos con nuestra botella en la sede de la juventud, un edificio lleno de banderas y colgaduras rojas en los balcones, como una casa de la calle Francos en la semana del Corpus. En la puerta había un grupo de adolescentes jugando a la pelota. Nuestra guía-vigilante, una muchacha de las Fuerzas Armadas, nos dijo que uno de los logros de la revolución era el cuidado de la infancia y la adolescencia, y que la pederastia en su país estaba muy perseguida, casi erradicada, y que por eso los chicos jugaban libremente en la calle sin miedo a mirones. El jefe nos recibió en una sala dedicada a la crítica, donde estaban enumeradas en paneles las posibles observaciones constructivas legítimas; eran una especie de objetivos del milenio, pero malintencionadamente cutres y cursis, mezcla de ecologismo e infantilismo cuyas proposiciones concretas no he retenido, pero sí su tufo. Hablamos con el jefe de lo abierta que estaba la revolución a mejorarse, y él mismo se podría haber puesto como ejemplo futuro, de haber sido un poco adivino; a los pocos años fue purgado por participar en una barbacoa en la que se habló mal, en general, de los viejos, sin dar nombres. He sabido que, como castigo compensatorio, acabó limpiando duchas en una residencia de ancianos, en el círculo revolucionario reservado a los conspiradores. En la humillante soledad el vino sabe diferente. Pero aquel día, durante la reunión, estaba todavía en un buen momento, y además estaba feliz, por el regalo, por vernos, por Fidel… Nos puso a todos de pie alrededor de la mesa y nos invitó a que nos cogiéramos de las manos; ordenó a un soldadito que encendiera los altavoces. Sacó del bolsillo interior de su chaqueta un mando a distancia y, como solo ocurre en las películas, encendió con efectismo la minicadena de la sala, de la que brotó Que canten los niños de Perales. Yo la había aprendido en el colegio España para alguna fiesta de fin de curso, así que pude unir mi voz al coro de mis camaradas.
Siempre es 26. Este grito, hecho letrero silencioso, recorrerá las calles de Cuba también este año.
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