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No es arte, es violación
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Los lugares de catástrofes humanas causan mucho desasosiego. Quedé a las puertas del lager de Terezín sin lograr entrar. Me pesaban los pies. Los turistas que los visitan, sobrecogidos, no saben si fotografiarse frente a los antros en que yacían hacinados aquellos seres, o pasar de largo por los crematorios. Los lager, en particular, fueron conservados para hacer de freno al olvido. Pero al final han acabado ejerciendo la atracción del turismo, aunque nos inquieten.
En Hiroshima la sensación es otra. Quizás porque sobre ella sobrevuela el sintoísmo, una filosofía de las fuerzas elementales, los kami o espíritus, y que tiene en lo más alto al “emperador”, que oficia de sumo sacerdote.
La historia es bien conocida, pero merece ser recordada: cuando la II Guerra Mundial estaba en su cénit, el Estado Mayor norteamericano andaba muy preocupado por la conquista de Japón. Los japoneses luchaban con un fanatismo que chocaba con toda lógica. El seppuku o suicidio ritual y los kamikazes eran recurrentes. Como demostración, los campos de internamiento que reservaban los americanos a los prisioneros estaban vacíos, pues ningún soldado nipón soportaba la vergüenza de ser aprisionado vivo. Si esto ocurría en las islas del Pacífico, se esperaba, lógicamente, una batalla aniquiladora en el propio territorio japonés.
Hasta ese momento los antropólogos americanos habían estado colaborando con el servicio secreto de su país para combatir a los nazis. Esos mismos antropólogos cuando terminó la guerra y se desató el furor anticomunista en Estados Unidos, en época del infausto senador McCarthy, fueron vigilados como sospechosos de servir al enemigo comunista.
Una de las líderes del clan, Ruth Benedict, que había realizado numeras publicaciones antirracistas, fue encargada de averiguar el misterio cultural que encerraba el honor nipón, y sobre el cual cabía entender la resistencia japonesa. Fue un encargo del general MacArthur. Como no podía marchar a estudiar el asunto in situ en Japón, Benedict realizó su estudio entre los japoneses asentados en la costa oeste de EEUU.
Benedict llegó a la conclusión de que el honor sintoísta era central, y que este dependía del emperador. Entonces recomendó a los militares que la única salida era pactar con Hirohito. Este aceptó la rendición. Salvó su pellejo, puesto que moriría en el poder en 1989, sin ser inquietado, y los japoneses depusieron las armas, con tal disciplina que se abrió de par en par a los que hasta entonces eran sus enemigos.
La pregunta que permanece en el aire es hasta qué punto los americanos tomaron una venganza desmedida al arrojar las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, dos ciudades que se habían distinguido por su fidelidad al emperador. Se medio sabe que Hirohito había enviado un miembro de la casa imperial a la conferencia de Potsdam, el cual estuvo intentando negociar la rendición, sin lograr ser recibido. Pocos días después –señal de que la decisión ya estaba tomada de antemano– serían lanzados los artefactos atómicos, sembrando el apocalipsis entre la población civil.
Los antropólogos citados tenían relaciones personales con miembros de la agencia atómica que construyó las bombas. ¿Lo sabían? ¿No lo sabían? Nunca lo conoceremos. Quizás el asunto sea irrelevante, pero no lo es el resultado.
Frente al punto cero de la explosión más destructiva de la historia firmé contra la proliferación de armas nucleares. La mujer que recogía las firmas me regaló una suerte de paloma de papiroflexia u origami. Según la leyenda, con visos de realidad, una chiquilla, enferma de cáncer por las radiaciones, se consolaba haciendo grullas de papel, con la esperanza de curarse. Murió a los once años. Ahora los escolares de Hiroshima acuden al punto cero de la explosión a depositar largas ristras de pajarillos de origami, en recuerdo de aquella niña.
La Humanidad en su conjunto nunca ha estado, y sigue estando, tan cerca de un apocalipsis nuclear, sobre todo si Rusia se desintegra y su arsenal cae en manos de los señores de la guerra. Me pregunto en voz alta: ¿Cómo no recordar vivamente lo ocurrido hace escasas décadas en Hiroshima? Más allá de toda literatura o cinematografía –recordemos el icónico Hiroshima, mon amour, de Resnais, o los dibujos animados de La tumba de las luciérnagas, de Takahata, director de las populares series Marco y Heidi–, Hiroshima inspira, no tanto hostilidad hacia una parte culposa de la Humanidad, sino piedad hacia nosotros mismos. A los pies del monumento a la paz de Hiroshima no hay quien entienda nada. Me hice una foto, qué remedio.
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