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Decía el manifiesto del 5 a las 5, junio de 1976, del homenaje a García Lorca, en Fuente Vaqueros, que se “mata dos veces, una físicamente y otra con el olvido”. El asunto Lorca, con toda su dramaticidad, no puede ocultarnos que existieron otros ejemplos de olvido.
Es el caso de Américo Castro Quesada (1885-1972), que nació en Cantagalo, Brasil, pero que era granadino y andaluz por ascendencia familiar, de Huétor Tajar, y por estudios, ya que cursó la carrera universitaria en Granada, en el fin de siglo. A Américo Castro, siendo ya un prominente librepensador, no lo alcanzó la venganza nacionalcatólica en la Guerra Civil. En Santander, contaba con sorna, se enteró por la radio de su asesinato, y entonces decidió poner tierra de por medio antes de que fuese realidad. Adherido por convicción liberal a la II República española, de la cual sería embajador ante Alemania, encontró refugio al estallar la Guerra Civil en América, en Argentina y Estados Unidos, no atendiendo a los llamamientos del gobierno republicano para que volviese a la península. En el país norteamericano estableció su hogar, y también tuvo la mayor audiencia en el ámbito literario y lo que hoy se llaman “estudios culturales”. Cada vez más escéptico sobre las posibilidades de la República como instrumento libertador, pero siempre fiel pública y privadamente a la misma, fue alejándose de los círculos del exilio más combativos, en especial de comunistas y anarquistas. Finalmente, en los años cincuenta, pasada la autarquía franquista, retornó con sigilo a España, donde se relacionó con personalidades culturales del régimen, como Giménez Caballero, Fernández Almagro o Camilo J. Cela, que lo leían y valoraban. No obstante, su yerno, el filósofo Xavier Zubiri, tuvo que dejar de lado la vida universitaria, estigmatizado por esa relación familiar. Es decir, que don Américo, considerando que el proyecto republicano en su fondo había fracasado, navegaba entre las dos Españas, si bien maldecía al franquismo en todo momento y lugar.
Para él el combate máximo, era mirar al pasado para desentrañar el porqué del maniqueísmo, del cainismo y del fanatismo hispano. Temas que cabe imaginar hoy vuelven a tener gran actualidad a la vista de las derivas políticas.
Para don Américo, el asunto estaba bien claro: había que mirar el asunto desde la ciencia, y esta exigía la formulación de hipótesis sobre bases empíricas ciertas. Con su enorme erudición, reconocida incluso por sus contrarios, como don Claudio Sánchez Albornoz, presidente de la República en el exilio –del que decía su compañero de partido, don Manuel Azaña, que lo veía “poco republicano”–, y con su capacidad de análisis y grácil pluma, penetró en los arcanos de la historia española.
Las conclusiones más impactantes de Castro fueron: primero, que España no era eterna, lo que demostraba el que la propia palabra “español” fue de procedencia extranjera, provenzal. Segundo, que la idea de españolidad estaba vinculada a la presencia semítica en la península, en particular de judíos y musulmanes; dándole más importancia a los primeros que a los segundos, se llegó a aducir que era rabino de Nueva York, pero a la par el israelí Netanyahu padre abominó de él porque había sugerido unos probables orígenes hebraicos de la Inquisición. Y tercero, que a fuerza de tener que disimular nuestras propias creencias –para él Cervantes es el ejemplo máximo–, habíamos desarrollado una morada vital tendente a la mística, como refugio de los padecimientos. Ahí estaba santa Teresa para dar elocuente testimonio. Todos estos hechos, que hay que rastrear en sus miles de páginas escritas, en España en su historia (1948) sobre todo, han sido y siguen siendo objeto de controversia. Quienes lo hacen no suelen haber leído nada de don Américo, un liberal conservador, que creía que la historia hay que entenderla desde la vividura, es decir desde la intimidad con ella.
Llama poderosamente la atención el olvido intencional que hay sobre la figura y obra de Américo Castro, a pesar de los muchos homenajes, siempre minoritarios, que se le han tributado. Su pensamiento sufre un ostracismo lacerante. Sus despojos descansan en el cementerio civil de Madrid, mientras los de su acérrimo contrario, Sánchez Albornoz, lo hacen en el claustro de la catedral de Ávila, al lado de los de Adolfo Suárez. En la sepultura de este último está grabado “Triunfó la concordia”. Sabias palabras, que no son han sido aplicables a Castro. Mientras España no se reconozca, mediado el discurso castriano, en su futilidad (interinidad le llamaba Ganivet) y en su semitismo (bereber y hebreo), no habrá concordia. El día que eso ocurra España tendrá su gran narración histórica, gracias entre otros a un andaluz como Américo Castro.
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