La tribuna
Javier González-Cotta
El Grinch y el Niño Dios
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Hace ya tiempo, cuando la piratería en las costas de Somalia asaltaba buques mercantes, asesinaba marineros y saqueaba cruceros turísticos; cuando gobiernos y organismos internacionales discutían sobre si armar, o no, a los navíos como disuasión contra piratas armados, escuché en Radio Nacional de España a cierta comentarista, habitual en aquellos micrófonos, rogar casi llorando no llevar ametralladoras contra los piratas: a los piratas, decía, “hay que tratarlos con mucho amor, con mucho diálogo”. A esto es a lo que llamamos “buenismo”.
En una de las salas del Museo Británico se exhibe labrada en piedra negra hace casi cuatro mil años, la estela del Código de Hammurabi, rey sacerdote de Babilonia; un código de justicia donde se sostiene el principio de “ojo por ojo, diente por diente y ametralladora por ametralladora”. Su aplicación en los mares de Somalia acabó rápido con los piratas. Y es que la piratería, el terrorismo, las mafias armadas convertidas en contra-Estado y el narcotráfico solo pueden ser vencidos si se les combate con las mismas armas que ellos utilizan.
El asesinato el pasado mes de febrero de dos guardias civiles en Barbate por una narcolancha mientras el populacho aplaudía desde la playa pone de manifiesto la debilidad de un Gobierno buenista que ha permitido, y sigue permitiendo, al margen de cuatro gestos tranquilizadores pero que no van al fondo del problema, la existencia de una ley mafiosa con poder territorial desde La Línea a Sanlúcar. ¿Por qué no hicieron uso de sus armas los servidores del orden frente a un ataque directo? ¿Tienen acaso prohibido por razones ideológicas hacerles un chichón al delincuente?
Pues sí, y eso es lo grave. No pido que se dispare a la barriga de los delincuentes como se pedía durante la Segunda República, pero sí contra el casco de las narcolanchas y sus motores fueraborda; luego recoger a los náufragos, esposarlos y llevarlos a la cárcel. Pero no se hace. El exagerado garantismo y el buenismo siguen dejando indefensos a ciudadanos y protectores de la paz, a la espera de que el diálogo y el amor den sus preciados frutos.
De todas formas, debemos reconocer que la debilidad del Gobierno de España ante esa delincuencia no es fenómeno exclusivo de nuestro país, la misma Unión Europea se nos aparece con frecuencia corroída por el imaginario buenista. En cambio, otros gobiernos y naciones como Rusia, Estados Unidos, China o el pequeño Estado de Israel luchando por su derecho a la existencia, no sienten ningún complejo en perseguir y triturar a los que desprecian entre risas los poderes del Estado. Países y gobiernos que no se andan con melindres cuando hay que tomar decisiones de calado, no meros gestos mediáticos. La fuerza contra la fuerza no es solo legítima, también necesaria para vivir en una paz de larga duración. La última vez, antes de su desaparición, en que los asesinos terroristas de ETA vivieron aterrorizados escondidos en las alcantarillas y sin atreverse a matar fue durante los días de los GAL; días en que los españoles unánimemente aplaudieron con un silencioso aplauso. ¿Escandalizo? Prosigo.
La peor equivocación que puede cometer un Gobierno es andar pidiendo perdón por los supuestos excesos en la represión de los violentos. Con frecuencia, desde la UE se utiliza un concepto reprobatorio contra determinadas acciones de orden público tomadas por distintos países en determinadas coyunturas que es (la reprobación) pura hipocresía: “Medidas desproporcionadas” dice la UE. Osea, de ninguna manera deben policías y antidisturbios usar “medidas desproporcionadas” contra la, por definición, desproporcionada delincuencia; aunque como señala el profesor Macarro, nunca se nos explica desde ese alto poder que es “lo proporcionado” si se tiene que usar la fuerza para defenderse de los desproporcionados fascinerosos.
Es esa actitud de los poderes legítimos, pero que confunden democracia con debilidad, lo que explica la rápida expansión por todo Occidente de movimientos y partidos de nuevo cuño que suelen recibir el nombre de “ultras” o “populistas”. Partidos y movimientos que se nutren, sin distinción de clases sociales, de un sector de la sociedad, cada día más numeroso, asustado por los discursos buenistas de unos gobiernos aparentemente muy preocupados por garantizar los derechos humanos de okupas, chorizos, capos mafiosos y maleantes de todo tipo antes que de la seguridad y la libertad de los honrados ciudadanos del común.
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