La tribuna
Javier González-Cotta
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Son las nuevas víctimas, por quienes parece que no podemos más que sentir lástima. Pueblos y ciudadanos a quienes, en un noble ejercicio de justicia colectiva, se supone que deberíamos tratar de ayudar y compensar. Son la llamada España vaciada. Un concepto que ha tenido éxito por pura casualidad: todo un conjunto de núcleos rurales casi abandonados, llenos de soledad y de tipismo, que se convierten en una inevitable atracción para urbanitas estresados deseosos de disfrutar de la melancólica arcadia rural.
Nadie parece recordar ahora que esa España despoblada es precisamente la España políticamente sobrerrepresentada; es decir, la histórica beneficiaria de un sistema electoral que se diseñó así en el momento de la Transición con el objetivo de darle mayor peso al electorado conservador rural frente al voto, siempre más progresista, del electorado urbano. Durante largas décadas hemos ignorado olímpicamente el dato de que el voto de un elector de Soria, Segovia o Palencia vale casi tres veces más que el de un madrileño o un sevillano. Mientras en Soria, Segovia o Teruel un escaño cuesta unos 30.000 votos, en los casos de Madrid, Barcelona o Sevilla el coste supera los 90.000. Por eso, las auténticas víctimas de nuestro sistema electoral son los votantes urbanos de las provincias más pobladas, donde hay grandes núcleos de población. Y en un balance histórico de medio plazo, resulta sorprendente que esa posición de privilegio político del interior rural no se haya traducido al cabo del tiempo en el logro de beneficios sociales, estando como estamos en un sistema donde sólo hay que movilizarse y pedir para conseguir lo que sea.
La emergencia de las nuevas ofertas provincianas en Castilla y León sólo puede interpretarse como un fracaso de nuestro sistema representativo: una búsqueda de opciones de salida más allá de las ideologías y de las organizaciones establecidas. El ciego intento del que no encuentra, y sólo puede mirarse a sí mismo, a su propio ombligo; una especie de nueva política que, en el fondo, viene a ser una negación de la política. Decadencias de nuestra democracia.
Aunque acaso no haya que extrañarse demasiado: porque la propia deriva electoral del catalanismo se inspira también en la hegemonía del campo sobre la ciudad; en el predominio del mundo rural con sus estilos introspectivos y excluyentes, bien lejos de toda apertura cosmopolita propia de los espacios urbanos.
Se trata de una deficiencia arrastrada por nuestro sistema electoral desde su mismo diseño originario, que debió haberse corregido hace tiempo. Algo de lo que ya sospechaba la izquierda desde la Transición, pero que quedó olvidado en el momento en que el PSOE de Felipe González consiguió su brillante victoria en octubre de 1982. Y las tareas que se nos quedaron sin resolver, ahora retornan transformadas en pesadillas. Tanto retocar la Ley Electoral en asuntos secundarios y de detalle, mientras que el problema fundamental ha permanecido intocable.
Es posible que las fuerzas políticas emergentes, como Soria Ya, Unión del Pueblo Leonés o Por Ávila, puedan aportar innovaciones sustanciales al proceso político, más allá de representarse a sí mismas. No sabemos de las fuerzas que no han entrado, como Enraíza Burgos o España Vaciada. Aunque la cuestión, en el fondo, tiene otras implicaciones que afectan al desajuste general entre la representación y la esfera política ¿Qué aporta, por ejemplo, un partido nacionalista vasco a la gobernabilidad de España si sólo están pensando en el País Vasco? ¿Qué aportan las Esquerra, Bildu, o UPN desde sus respectivos corralitos, qué proyecto de España tienen cuando se presentan a las elecciones generales?
En otros países, las fuerzas políticas que se presentan a unas elecciones generales tienen que demostrar previamente su dimensión general o de Estado y, si no, quedan excluidas: así sucede singularmente en México donde, además de una oferta de candidatos, tienen que demostrar la presencia de una militancia en el conjunto del territorio. Para gobernar el Estado hay que tener proyectos de Estado. Las fuerzas locales sólo deberían presentarse a las elecciones locales, las fuerzas territoriales a las autonómicas y las fuerzas estatales a las generales. Es una exigencia sistémica y de congruencia política. Pero parece que en España nos sentimos a gusto abriendo las puertas a una representación provinciana y cateta que carece de cualquier tipo de proyectos a escala autonómica y mucho menos a escala nacional.
La continuidad histórica de los lejanos reinos de taifas y de los cantones de la Primera República nos impulsa al cabo de los siglos a encarar el futuro cabalgando decididamente hacia el pasado.
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