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Las filias y las fobias han de parecerse a la estrecha reducción del maniqueísmo, que constriñe la realidad a la oposición entre lo bueno y lo malo, incluso a la enfrentada adscripción a las banderías, tan próximas al sectarismo y, ay, a la animadversión, no pocas veces trágica, del cainismo. Por eso, que un rey castellano, Pedro I, reciba como títulos tanto el de Cruel como el de Justiciero, además de cuestión atrayente, debe tener explicaciones parejas a las situaciones an-tagónicas que acaban de referirse.
Pedro I accedió al trono con quince años, el 26 de marzo de 1350, y murió, asesinado por su hermanastro Enrique de Trastámara, en Montiel, el 23 de marzo de 1369. Su infancia transcurrió con el descuido de su padre, Alfonso XI, que lo abandonó junto a su madre, María de Portugal, para entregarse, parece que embelesado, a la influyente y poderosa concubina Leonor de Guzmán, con la que tuvo diez hijos bastardos. Algunos estudios de los restos de Pedro I concluyen con ligeras afectaciones craneales que podrían explicar algunos rasgos de su comportamiento, mas no tenía perdida, en modo alguno, la cabeza, ni las facultades del raciocinio. Indudablemente fue cruel, sobre todo si se juzga con los inconvenientes criterios del presentismo, que llevan a interpretar y valorar los acontecimientos del pasado como si sucedieran hogaño, pero, a mediados del siglo XIV, la crueldad era propia de las resoluciones justicieras.
Las dos décadas del reinado de Pedro I se suceden, además, sin remansos de quietud y sosiego, ya que, nada más muerto Alfonso XI, de peste negra, en el cerco de Gibraltar, enfrentado a los musulmanes, hubo de hacer frente a las confabulaciones de la nobleza, tan poderosa o más que la monarquía, y a las pretensiones de algunos de sus hermanastros, principalmente Enrique. Con pocos años el rey, de esta tesitura se encargaron distinguidos validos, como Juan Alfonso de Alburquerque, que después cambió de lealtad. Además, recién co-ronado, Pedro I enferma y se conforman dos grupos nobiliarios que pretendían imponer la sucesión. Los conflictos, que llevaron a una guerra civil, sobre todo en los tres últimos años del reinado, se sucedieron desde su comienzo y Pedro I hubo de afrontar alzamientos y rebeliones en las que participó su propia madre, la reina María. Luego no hacía falta atribuir a desórdenes mentales los comportamientos y conductas del rey, sino que las convulsiones del reinado no podían sino alterar inestablemente sus disposiciones.
Una biografía reciente, Pedro I. Un rey castigado por la historia. Cruel para unos, Justiciero para otros (Almuzara, 2022), se ocupa detenidamente, y con significativas aportaciones, de este singular monarca cuya memoria atraviesa los siglos con una fascinante evocación. Fue objeto el rey de las primeras formas de propaganda y tergiversación en los romances que hacían circular los partidarios de Enrique de Trastámara. Y el primer gran levantamiento nobiliario, en 1354, tuvo una razón tan instrumental como hipócrita: el abandono en que el rey dejó a la reina Blanca de Borbón, nada más celebrado un enlace matrimonial de conveniencia, para ir al encuentro de María de Padilla, concubina con la que estuvo unido hasta la muerte de esta, cuando la declaró reina, y de la que tuvo cuatro hijos. Tal motivo se afirma cuando uno de los que encabezan el alzamiento, su hermanastro Enrique de Trastámara, era uno de los diez hijos bastardos de Alfonso XI con Leonor de Guzmán.
La guerra civil castellana, que se intensifica de 1363 a 1369, cuenta con la participación de ejércitos internacionales, asimismo enfrentados en la guerra de los Cien Años. Tropas inglesas, con el príncipe Negro, apoyan a Pedro I, y mercenarios ingleses, capitaneados por Bertrand Du Guesclin, asisten a Enrique II, sin que deban olvidarse los enfrentamientos previos entre los reinos de Castilla y Aragón, Pedro I frente a Pedro IV, y la ayuda de este último a las tropas de Enrique de Trastámara. Con este trasfondo de grandes alteraciones, Pedro I recorrió numerosas veces Castilla, de una parte a otra, tomado con frecuencia por la ira y la venganza, también abúlico e indiferente en momentos decisivos, y señalado, porque la propaganda no cesó y razones también pudo dar el rey -aunque no desmedidas ni del todo ajenas a su tiempo y condición-, como avaricioso, soberbio, lujurioso… y tirano. Esta acusación final, adornada de iniquidades, debía clamar al cielo, como difundía el trastamarismo, de modo que una providencial redención, a cargo del bastardo Enrique, como agente de la divinidad, pusiera término a tantos desmanes con un tiranicidio que, al cabo, justificara la muerte del rey y el cambio de dinastía, con la entronización de Enrique II. Si bien pocas décadas después del asesinato de Pedro I, una nieta de este, Catalina de Lancaster, y un nieto de Enrique II, Enrique III, contraen matrimonio y se funda el Principado de Asturias, que llega hasta nuestros días.
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