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Cuando reparamos en las falsedades que hemos asumido como cimientos sólidos de nuestra existencia nos estamos asomando a la esencia de la Historia" (R. Argullol: Mentiras vividas).
Hay que reconocer que tiene su morbo el apocalipsis. Es un tema recurrente que ha demostrado en muchas ocasiones ser una potente fuente de inspiración artística. Recuerde el lector, sin ir más lejos, la pintura que el genial Miguel Ángel le dedica al escatológico evento del Juicio Final en una de las paredes de la Capilla Sixtina. Nadie puede negar su condición de prodigio estético si no quiere pasar por un insensible bodoque. Y en nuestro (pos)moderno mundo en el que impera la cultura de lo audiovisual, tanto en series como en películas y videojuegos, el género catastrofista y apocalíptico cuenta con un número considerable de productos representativos que suman millones de seguidores.
Hace un mes y medio publicaba el profesor Antonio Costa Silva un artículo en el que hablaba precisamente de lo que él denomina "irracionalismo catastrofista", donde identifica como uno de los rasgos esenciales de la especie humana la atracción que sobre ella ejerce la idea del apocalipsis. "Adoramos cuando nos dicen que el fin del mundo está al llegar", afirma. No se puede negar que esa idea desde luego capta nuestra atención. Mira que se le ha dado vueltas a las dichosas profecías de Nostradamus. Yo, que empiezo a peinar canas, ya he sido testigo en más de una ocasión de la atención mediática que se le presta a los diversos cuentos sobre el advenimiento del fin de los días. La magna y definitiva performance compite en sus diversas versiones seculares, ya sea el cataclismo ecológico o la total y absoluta debacle económica global, trasuntos en verdad del tradicional apocalipsis por designio divino. Es como si nos hechizase la visión de un fatídico desenlace al que estaríamos abocados sin remedio.
Tan aciaga visión, en la que se recrea patológicamente el ser humano desde hace siglos o incluso milenios, tiene su lado siniestro que se percibe de forma destacada si se contempla desde el prisma -no tan espectacular, eso sí- de la racionalidad. Es el representado de manera paradigmática por la tragedia de Macbeth, escrita en los albores de la modernidad por el genial William Shakespeare. "¡Salud a ti, Macbeth! Serás un día rey". Con esta frase de las brujas queda sentenciado el destino del desgraciado protagonista de la obra del dramaturgo isabelino. Es bien conocido el destino que le espera al desgraciado personaje, el cual, presa del hechizo de la profecía autocumplida, se convertirá en regicida y en alma corroída por los remordimientos que le arrastrarán sin remedio a un fatal desenlace. Fue el sociólogo norteamericano Robert K. Merton quien definió el concepto, casi cuatro siglos después de que el clásico inglés estrenara su obra, con estas palabras de su libro Teoría social y estructura social: "Una profecía autocumplida es una falsa definición de una situación o persona que evoca un nuevo comportamiento, el cual hace que la falsa concepción se haga verdadera. Esta validez engañosa perpetúa el error. El poseedor de la falsa creencia, percibirá el curso de eventos como una prueba de que estaba en lo cierto desde el principio". En el caso de Macbeth, las brujas saben cómo emponzoñar su noble espíritu instilando en él la creencia de que se cumplirá pronto lo que tanto ambiciona. Como toda creencia es una acción en potencia, sólo hay que esperar a que la confluencia de las apropiadas circunstancias convierta en realidad lo que sólo era posibilidad. Y entonces ya no hay marcha atrás.
El irracionalismo apocalíptico guarda en sus entrañas el veneno de la profecía autocumplida arrojando a la humanidad al pozo ciego de un futuro con cuenta atrás. Diríase que la historia ha llegado a su punto final, no por haber alcanzado la tierra prometida de la democracia liberal -Fukuyama dixit-, sino por la incapacidad del ser humano de imaginar itinerarios alternativos y recorrerlos.
Para escapar de las sombras de esa caverna platónica y retornarnos a la condición de videntes capaces de atisbar horizontes en los que reconozcamos las más nobles metas que también han guiado a los individuos de nuestra especie, nada mejor que volver a la historia y constatar que la idea que de ella se tiene es determinante para hacer el presente. Es la única manera de escapar al insano hechizo del apocalipsis, a la embriagadora inercia del tiempo que se agota.
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